«Es una de esas cosas que tienes que hacer antes de morir», me decía un colega al comentarle que nunca había escuchado a Silvio Rodríguez cantar en vivo. Lo confieso, jamás he seguido demasiado de cerca los avatares de la trova cubana, para vergüenza de mi madre, quien me hizo recorrer La Cabaña durante la Feria Internacional del Libro de 2008 buscando no sé cuál de sus cancioneros y quien, por supuesto, coreaba hasta las respiraciones del cantautor durante el concierto del pasado viernes.
La esquina de Lealtad y Figura en Los Sitios, Centro Habana, fue el escenario escogido para esa, la presentación 106 de una gira interminable por los barrios que, desde sus inicios en septiembre de 2010, ha recorrido numerosas localidades llevando el espíritu sanador de la música a comunidades desfavorecidas culturalmente y caracterizadas por problemáticas sociales.
No tengo muy claro exactamente qué esperaba. Quizás una improvisada “actividad” para los vecinos que, desprovistos de otra propuesta lúdica, agradecerían hasta la menor de las iniciativas. Lo que encontré fue un espectáculo en toda regla, orquestado con la misma dedicación y estándares de calidad que para el más selectivo público en la arena más internacional; y que parecía emular el concepto de plaza sitiada donde el arte asalta el nicho cotidiano, acercando así la buena música al espacio en que puede ser disfrutada por todos, en una suerte de refutación a la proverbial enemistad entre lo culto y lo popular.
Como prueba de lo anterior, dentro de las actividades que incluyen habitualmente los recitales del trovador se encuentra, desde su actuación número 100, la donación de libros que varias editoriales cubanas realizan a alguna de las instituciones culturales del territorio en cuestión. En esta ocasión, el sello editorial de los estudios de Silvio, Ojalá, y Ediciones La Memoria, del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau entregaron, junto a los donativos del público asistente, libros infantiles y juveniles para la biblioteca de la escuela primaria República Bolivariana de Venezuela.
Cuando llegué al concierto, el intérprete insinuaba los primeros acordes de “Ciudad”, tema dedicado a ese baluarte de nuestra cultura e historia, Eusebio Leal Spengler. A nadie sorprendió cuando, inmediatamente después, la Asociación Cultural Santiago Álvarez –cineasta a cuyo centenario de natalicio estaba dedicado el evento– le entregó el reconocimiento Noticiero ICAIC por el trabajo realizado como historiador de La Habana, así como por los resultados obtenidos en la recuperación del patrimonio monumental de esta ciudad. En nombre de ese gigante de la cultura y el pensamiento, el premio fue recibido por Onedys Calvo, directora del Centro para la Interpretación de las Relaciones Culturales Cuba-Europa Palacio Segundo Cabo.
Tampoco resultó sorpresivo cuando la Dirección Provincial de Cultura de La Habana, que este año entrega la distinción Gitana Tropical –de manera excepcional y en ocasión del medio milenio de la Ciudad Maravilla– a las familias de artistas, intelectuales, instituciones y proyectos que han dejado su impronta en la cultura capitalina, le otorgó el premio al linaje Rodríguez-González, al cual pertenece el fundador del Movimiento de la Nueva Trova, acreedor ya de más de veinte álbumes en su haber y el doble en años de carrera artística.
Me han dicho que él suele tomar un momento, casi al final, para reconocer la labor de su equipo –sin cuya colaboración sería, si no imposible, extremadamente complicado montar un show de tal magnitud y periodicidad–, así como la de los músicos que lo acompañan. No decepcionó esta vez, sino que agradeció personalmente a Niurka González, en la flauta y el clarinete, a Jorge Aragón en el piano, a Oliver Valdés en la batería, Jorge Reyes en el contrabajo y a Emilio Vega, con el vibráfono y la percusión… Los imprescindibles, como él los llama.
¡Ojalá! Coreaba la multitud ¡Ojalá! Vociferaban, y Silvio, complaciente, accedía a interpretar un tema más. “Un estreno”, anunció, para decepción de los allí reunidos. Era un truco, sin embargo, revelado al enhebrar las primeras notas de esa ansiada canción. ¡Otra, otra! Clamaban a una sola voz, y Silvio declaraba ser feliz, ser un hombre feliz, y querer que lo perdonaran, por ese día, los muertos de su felicidad…
Y entonces, cuando ya me autroproclamaba conversa, adepta a la silviomanía, sujeto de experimentación voluntario para la hipnosis de sus líricas, subió al escenario el Septeto Habanero, y recordé de súbito que estaba ahí para trabajar. Tarde, diría yo, pues olvidé encender la grabadora a mi llegada, presa instantánea de las historias, los rostros, el ambiente que rodea –ahora puedo aseverarlo– cada presentación del trovador.
No me arrepiento, sin embargo. Y lo haría de nuevo mil veces. Ya taché de mi lista de bolsillo una entrada que ni sabía que tenía. Al final debo admitir, jubilosa, que mi amigo periodista tenía razón. Escuchar a Silvio Rodríguez en vivo es indudablemente una de esas cosas que tienes que hacer antes de morir.