Quiso la casualidad histórica que coincidieran en la misma fecha dos procesos judiciales contra cubanos, ocurridos en siglos distintos, que constituyen elocuentes muestras del odio visceral de los sectores más reaccionarios de dos potencias contra los hijos de esta tierra.
La doble injusticia fue cometida el 27 de noviembre. Ese día del siglo XIX fueron fusilados en La Habana ocho estudiantes de Medicina como resultado de un improcedente Consejo de Guerra, basado en una falsa acusación, que impuso, además, penas de prisión a los demás integrantes del primer año de esa carrera pertenecientes al curso académico 1871-1872.
Y el mismo día del año 2000 comenzó en Estados Unidos un juicio infame, plagado de violaciones de las leyes norteamericanas, contra cinco jóvenes cubanos que en este país trabajaban para frustrar los planes terroristas contra su pueblo.
Ambas causas se convirtieron en juicios políticos, por lo que no por casualidad presentan numerosos puntos en común.
Como escribió el abogado Leonard Weinglass, ya fallecido, los Cinco no fueron enjuiciados por violar la ley estadounidense, sino porque su labor puso al descubierto a los que sí lo hacían: “Al infiltrarse en la red de terrorismo que se permite que exista en la Florida, demostraron la hipocresía de la tan aclamada oposición de los Estados Unidos al terrorismo”.
El clima de hostilidad creado por los periodistas de Miami al calificar de espías a los Cinco antes de ser juzgados y hostigar a los miembros del jurado y los testigos –después se supo lo hacían pagados por el Gobierno–, es comparable a la atmósfera creada por la Proclama conjunta de la prensa cubana aparecida en la mañana del día 27 de noviembre de 1871, con la firma de los directores del Diario de la Marina, La Voz de Cuba y La Constancia.
En ella se calificaba de “asquerosas hienas” a los jóvenes de entre 16 y 20 años, falsamente acusados de profanar la tumba del archirreaccionario periodista Gonzalo Castañón, y se elogiaba la creación de un segundo Consejo de Guerra con mayoritaria presencia de voluntarios “para imponer la pena que merecen los perpetradores del delito”.
Cuando en el primer Consejo, el defensor de los estudiantes, Federico Capdevila, declaró valientemente que el Fiscal había sido impelido a condenar sin el más leve indicio sobre el ilusorio delito, que únicamente de voz pública se había propalado, los voluntarios intentaron agredirlo, tuvo que sacar su espada y retirarse del lugar donde tenía lugar el proceso para evitar consecuencias más graves.
El cargo de conspiración para cometer asesinato conducente a una de las dos sentencias de cadena perpetua de Gerardo Hernández, que no formaba parte del acta acusatoria inicial y fue preparado para complacer a la mafia miamense, recuerda al de infidencia con que se radicó la causa de los estudiantes, por ser la única forma delictiva en que se podían aplicar penas de muerte.
No fue difícil recurrir a ese recurso, ya que bajo dicho acápite se incluían descripciones muy generales. Como expresó el investigador Felipe Le Roy y Gálvez, lo que resultó imposible fue probar la comisión del delito de profanación, del que se derivaba su encasillamiento como infidencia, ya que aquella nunca ocurrió. En eso radicó, subrayó, la monstruosidad del crimen.
Los Cinco fueron condenados a penas arbitrarias y desproporcionadas para satisfacer el afán de venganza política y los intereses mezquinos de la mafia anticubana, responsable de innumerables actos agresivos contra Cuba; y del mismo modo el Consejo de Guerra de 1871 dio un veredicto al gusto de los voluntarios que habían sido los autores de asesinatos y de múltiples atropellos contra la población habanera.
De las lecciones que, en palabras de Martí, debían extraerse del 27 de noviembre, hay una común para los protagonistas de ambos procesos judiciales: “La capacidad del alma cubana, de alzarse sublime a la hora del sacrificio”, porque ni los estudiantes de Medicina ni los Cinco se doblegaron ante sus acusadores.
A los Cinco les llegó la justicia. “¡Regresarán!”, aseguró el líder de la Revolución cubana Fidel Castro Ruz, y volvieron al seno de la patria y junto a sus seres queridos.
El odio no pudo impedir que saliera a la luz pública la inocencia de los ocho jóvenes asesinados. Uno de aquellos estudiantes, que fue preso y testigo de la ignominia, Fermín Valdés Domínguez, se entregó en cuerpo y alma a la tarea de denunciar el crimen, demostrar la inocencia de sus condiscípulos, y se dedicó a narrar la historia verdadera en un libro cuya primera edición se publicó en España y otra más completa en Cuba en 1887.
Tras angustiosos esfuerzos logró recuperar sus restos y logró que se les rindiera permanente homenaje mediante la construcción de un monumento, costeado por suscripción pública bajo la supervisión de una comisión por él presidida, que llegó a recaudar 25 mil pesos de los 30 mil que costó, y la cifra restante fue aportada por familiares de una de las víctimas.
Gracias a su personal gestión se conservó, también como tributo, uno de los cuatro paños de pared del antiguo edificio de Barracones de Ingenieros, donde se ejecutó a los mártires. En ese lugar se inauguró el Monumento de La Punta, el 28 de enero de 1909, desde entonces lugar de peregrinación anual del estudiantado cubano.
Los Cinco se han sumado a la construcción de la sociedad cubana, en distintas responsabilidades y el pueblo los ha acogido como lo que son: héroes. Los ocho estudiantes fusilados no han muerto. Cada año el estudiantado cubano le rinde culto a su sacrificio y les rinden honores. Sobre el noble gesto de Fermín Valdés Domínguez dijo el Apóstol: “¡Ah! Ese hombre no ha vindicado solamente a los estudiantes de medicina, ese hombre ha vindicado a la sociedad de Cuba”.
Acerca del autor
Graduada de Periodismo. Subdirector Editorial del Periódico Trabajadores desde el …