Hay una y muchas Habanas: confluyentes, contradictorias, complementarias… Y al mismo tiempo se puede hablar de una unidad esencial, con la que ha trascendido durante siglos. Pasa con las grandes ciudades, que son mucho más que piedra sobre piedra. Cada urbe es un inmenso entramado de ideas, historias, poesía. La Habana enorgullece y duele, encanta, emociona, sobrecoge… pero su espíritu es el de sus habitantes. De los que nacieron aquí y de los que vinieron de otros lugares y se afincaron.
Esta es una ciudad bella, incluso en su decadencia (“… y es tal su magia —ha dicho el historiador Eusebio Leal—, que si le pones la mano, resucita”); pero la belleza no existe si no hay quien pueda apreciarla, “cultivarla”, preservarla… Por eso hay que defender la idea de que la ciudad se debe a sus habitantes: toda su felicidad será la felicidad de los que la viven.
Se ha cumplido medio milenio de grandes hitos, momentos claves para la ciudad y la nación que con el tiempo encabezó. La historia está escrita, en buena medida salvada. El arte también ha eternizado el inmenso legado. Las celebraciones por el aniversario no pueden significar solo el regodeo en el pasado. El futuro plantea no pocos desafíos.
Tenemos el derecho de soñar una ciudad mejor. Tenemos el deber de concretarla. Y esa es una tarea de todo el país, porque, más allá de las consignas y los slogans, La Habana es la capital de todos los cubanos. Es emblema de la nación y sus ciudadanos. Tendría que ser (como para muchos ya lo es) orgullo compartido ante el mundo, para todos los tiempos.