Este domingo concluyó el XVIII Festival de Teatro de La Habana. Se realizó bajo complicadas circunstancias, pero se realizó: ese es su mérito mayor, la permanencia. La capital necesita una cita que reúna a creadores de la escena y sus públicos en un diálogo mutuamente beneficioso.
Esta edición apostó por una selección relativamente pequeña, pero que incluyó disímiles estéticas e implicaciones.
Hubo un eje principal: la relación entre la idea, el proceso de trabajo que la desarrolla y la concreción escénica. Esos fueron los tres elementos (con inevitables intersecciones) que defendió en su itinerario el teatrista al que estuvo dedicado el encuentro: Vicente Revuelta, actor, pedagogo y director que cumpliría 90 años.
Cantidad no es sinónimo de calidad. Representatividad “indiscriminada” tampoco. El Festival de Teatro de La Habana ha abierto este año un camino en el que tendría que insistir: el de la utilidad y eficacia de las propuestas, que son términos que se pueden aplicar al arte, más allá de ciertos romanticismos trasnochados.
Lo hermoso siempre es útil. Las jerarquías artísticas existen. En Cuba se podrá hacer siempre un mejor teatro.