Al amanecer del pasado 28 de enero, cuando la tristeza era dueña del sentimiento de cada habanero, de cada cubano, incluso de muchos en el mundo, y al decir criollo “el horno no estaba para galleticas”, Juvenal no voceó su acostumbrada mercancía por las calles del barrio.
Aunque es difícil saber cuántos aún no sabían lo acostumbrados que estaban a ese pregón, no pocos se preguntaron qué sería de esa figura sin edad exacta aparente, de su humilde vivienda, de su carretilla que siempre dormía en el portal de la bodega, pared con pared con el consultorio del Médico de la Familia. La doctora no durmió en su hogar la noche anterior porque pasó la madrugada de casa en casa, llevando a sus pacientes el aliento de su altruismo. Pero en ese momento tampoco se sabía dónde estaba.
La primera muestra de solidaridad que tuve ese día fue esa, la del buen pensamiento, la ansiedad por conocer cómo le había ido a la familia, al amigo, al vecino, al colega. Y es que desde que el tornado sin nombre se posó en suelo habanero, mi teléfono no dejó de sonar. Tuve la mejor información, a pesar de que no había electricidad en mi barriada de Santos Suárez. Y siempre las mismas preguntas: ¿Cómo está la cosa por ahí? ¿Algún problema? ¿Qué hace falta? ¿Por qué no vienes para mi casa? No obstante, por quien más se preguntó esa mañana en el barrio fue por Juvenal, aunque alguien recordó que las malas noticias llegan pronto, muy rápido, y todos nos tranquilizamos.
Juvenal también era Daris, o Amílcar, o Julio, o Rolando, los amigos de la Víbora cuyas casas tienen techos de tejas. Y es también Yurima, la madre de la nieta más pequeña y que reside en una muy humilde casita de Luyanó; y es el compañero que vive en Regla e iba a echar por estos días su plaquita; y también María de los Ángeles, la secretaria de mi departamento de trabajo y que vive en una buena casa en el Casino Deportivo, pero tú sabes: “el diablo son las cosas”; y la viejita de enfrente de mi casa y que ahora no veo, la que mañana tras mañana lo primero que hace es barrer el frente de su casa, y hasta un pedazo de la calle y no para de decir que ojalá todos lo hicieran igual. ¿Qué será de ellos, de sus bienes bien ganados? ¿Los habrán perdido?
Entonces pasaron horas, y muchos en el barrio se enfrascaron en el paleo de escombros, no de sus casas, sino la de cualquiera. Y aunque estábamos a fin de mes, aparecieron como por arte de magia tacitas de café, y hasta la solidaria merienda, con el mismo pan que ese día no pudo vociferar Juvenal.
Siempre se dijo que en Cuba, a diferencia de no pocos países y sociedades, el mejor amigo que podía tener cualquier ciudadano era su vecino. Y eso se demostró, y se demuestra con creces a cada instante, más allá de que hoy hace más de una semana de la inoportuna visita del tornado sin nombre.
Claro, no faltó el indolente, insensible, el sinvergüenza que quiso lucrar y engordar su bolsillo y recibió la repulsa de todos. Ni tampoco quienes quizás ingenuamente equivocaron el rumbo y no entendieron la mejor manera de expresar su deseo de ayudar, incluso con donativos. Pero eso prácticamente no cuenta cuando tantos, hasta los más remolones y apáticos de otros momentos, se vistieron de héroes en eso de brindar ayuda, apoyo, una sonrisa, esa que recibes con sorpresa y tanto vale cuando solo tienes fuerzas para sostener apenas el optimismo.
No quiero lugares comunes, o frases ya hechas, ni alejarme de lo que quiero hablar. Mucho más porque aprendí de Fidel de las obligaciones de mis dirigentes, pero muy gratamente recibí esa madrugada la información de que el Presidente Miguel Díaz Canel había recorrido lugares afectados y que antes del amanecer ya se había reunido el Consejo de Ministros para las primeras medidas.
Mi barrio, mis vecinos, dieron demasiadas muestras de grandeza. ¡Y también Juvenal! Porque cuando en medio del rigor de restañar los daños, quizás hubiéramos olvidado al pregonero de todos los días, alguien vociferó: “Caballeros, por ahí viene Juvenal… y miren, viene con la doctora”. Y entonces supimos que ambos venían del Banco de Sangre, que está allí cerquita del policlínico.
“Yo no sé si se me cayó el murito del fondo —dijo—. Me levanté a la misma hora de siempre, y como ya sabía por mi radiecito de pilas que había muchos lesionados en La Habana, creí que lo mejor era donar sangre. Cuando llegué allí me encontré con la doctora. Mi sangre es vieja, pero para algo servirá. Esa es mi solidaridad”, concluyó, y con tranquilidad para muchos pasmosa, se incorporó a palear los escombros de los vecinos que día a día le compran el pan.
El pueblo cubano se mantiene firme ante las adversidades y votamos sí por la reforma constitucional. #FuerzaHabana