Aun disfrutando de la calidez de su hogar y de cada travesura de su pequeño de dos años, los médicos espirituanos Leydis Deniz Cabrera y Ernesto Willian Valdés Cuellar, lamentan con dolor su regreso abrupto y sin relevo de Brasil.
Bastaron solos seis meses para construir, con cariño y una correcta atención médica, una familia gigante: el pueblo de Inhapi, una comunidad muy pobre del estado de Alagoas, ubicado al nordeste del país suramericano.
Sentimientos encontrados de orgullo y pesar tuvieron estos jóvenes galenos al decir ese adiós repentino. “Es una población extremadamente pobre. Algunas personas no tenían dinero para comprar los medicamentos, por eso recetábamos principalmente los existentes en el puesto de salud. Cuando llegamos allí la gente que no tenía dinero moría. En los seis meses que permanecimos nunca tuvimos que cerrarle los ojos a una persona”, asegura Ernesto.
“La experiencia fue muy bonita, impactante. Cuando llegamos ambos lloramos porque nunca habíamos chocado tan de cerca con esa realidad de tantas carencias. Sentía que todos los días estaba salvando vidas, porque muchos asistían a la consulta con tratamientos errados, dietas inadecuadas o nunca antes habían sido atendidos.
“A las ocho de la mañana conocimos la noticia de la decisión de separarnos del Programa Más Médicos, y dos horas después ya la prensa reseñaba la protesta del pueblo naphí. Se agruparon frente a la secretaría de salud para reclamar por nuestro servicio y permanencia. Supe que murió una persona en mi puesto de salud… justo el día que no fui a la consulta”, se lamenta el joven doctor.
Para Leydis lo más importante fueron los avances en materia de atención médica que, tanto ella como su esposo, lograron. “Los pacientes se quedaban encantados con nuestras consultas porque nos tomábamos tiempo con ellos. Los examinábamos cuidadosamente, conversábamos. No hacíamos ni más ni menos, simplemente lo que acostumbramos a hacer en Cuba, pero para ellos era algo sorprendente.
“Yo estaba en una zona rural, apartada del centro de la comunidad, donde los recursos eran más escasos. Cuando aparecía una urgencia tenía que improvisar. Probar otros medicamentos al no disponer del indicado, o pedir apoyo al puesto de salud donde laboraba mi esposo”, precisa ella.
“Más del 70 % de la población es analfabeta y eso complejizaba los tratamientos. Los primeros días no comprendía por qué no funcionaban los medicamentos, luego me di cuenta que no sabían leer las indicaciones. Entonces, detrás de los blísteres les colocaba el horario de las tabletas. Las enfermeras me reprochaban estar perdiendo tiempo, yo les respondía que explicarles bien la receta me garantizaba que no volvieran la próxima semana con el mismo padecimiento”, narra Ernesto.
Ambos están seguros que el pueblo de Inhapi no los olvida, aún reciben mensajes de afecto. “Son muy agradecidos. Nosotros no teníamos diferencia en ir a comer a la casa de una persona pudiente, que de una pobre, porque todo lo brindaban con cariño. La única gallina que tenían la mataban para nosotros.
“Comprendí que la medicina cubana es la mejor del mundo, incluso los pacientes preguntaban si Cuba quedaba muy lejos, para venir a atenderse aquí”, reseña el galeno.
Hermosa historia de nuestros médicos.