Mucha gente mira al norte y pretende que allá se plantean todas las tendencias; así que más de uno habrá dicho que Biografía de un cimarrón, la novela testimonial de la que tanto se habló hace unos días en el contexto de la Semana de Autor de Casa de las Américas, estaba muy influida por el estilo del Truman Capote de A sangre fría… pero Miguel Barnet, su autor, siempre se ha rebelado ante esa idea:
“(…) me molesta mucho que me digan que soy un seguidor de Oscar Lewis o de Truman Capote. Para nada, yo soy un epígono, quizás un poquito más audaz, un poquito más revolucionario, del gran antropólogo mexicano, don Ricardo Pozas”, le dijo a Yanko González C. en una entrevista publicada por la Revista Austral de Ciencias Sociales en el 2007.
A Barnet le interesó mucho un libro de Pozas, Juan Pérez Jolote, biografía de un tzotzil, y ese fue el modelo que siguió al escribir su obra. La historia de Esteban Montejo, para ser más exactos. Aunque no se puede perder de vista que Montejo (esclavo, cimarrón, mambí) es personaje: por más que se cuente en primera persona, los hilos de esa novela los mueve el autor.
Es él quien estructura, organiza, jerarquiza y edita las largas horas de conversación con un anciano centenario, fuente extraordinaria de una información que no suele aparecer en los libros de textos o los grandes tratados y que, sin embargo, ofrece tanta luz sobre el devenir de un pueblo.
Al narrar (asumiendo, incluso, la gran subjetividad del relato) los afanes del día a día de un hombre “corriente”, sus peripecias, la concreción de su rebeldía, sus rutinas y sus momentos de excepción, su relación con los demás y con la naturaleza; al ofrecerle voz para revelar opiniones poco ortodoxas, satisfacciones y demandas, certezas y dudas… Miguel Barnet escribió más que una historia de vida: ofreció un panorama integrador de la evolución de la sociedad, desde el singularísimo punto de vista de uno de sus integrantes.
Historia desde abajo, relato de los humildes: no vale la pena discutir sobre la legitimidad de esa voz. Es legítima desde el momento mismo en que nace del pacto del que vivió y cuenta, y del que escucha y contará. Es difícil clasificar la obra, porque parece (y algunos estudiosos como tal la definen) híbrido de realidad e invención —no confundir invención con mentira—, de ciencia y literatura.
Al escritor, más que regodearse en la hoja de ruta de su informante, le interesó armar un retablo a partir de esa senda. Y por eso, además de ameno, es un libro útil.
Puede que nada de esto parezca novedoso ahora, pero en 1966, cuando apareció, la novela marcó un punto de partida. Buena parte de la literatura testimonial que se escribió en América Latina en las décadas siguientes le debe.
En la obra de Miguel Barnet hay otros libros que de alguna manera entroncan con esta vocación: Canción de Rachel, Gallego… Han significado una entrañable línea de trabajo para el autor, interesado siempre en el impacto del contexto (la gran historia) en el hombre. Y en la construcción que ese individuo puede hacer del entorno.
Sería inocente presuponer que solo Esteban Montejo habita este libro: ahí están los historiadores, antropólogos, escritores que influyeron en la formación de Barnet. Y está, no faltara más, él mismo: con las satisfacciones y los sobresaltos del escritor joven.
No pretende el autor poner en crisis la pauta historiográfica de la nación, ni debatirse en babilónicas disquisiciones, pero, como tan diáfanamente afirma la doctora Ana Cairo, esta novela “enseña a entender al pueblo de Cuba, en su diversidad, en sus contradicciones, en los modos de verse a sí mismo y valorarse en distintos momentos de su historia”.
Palabras en el panel por los 50 años de Biografía de un cimarrón, Pabellón Cuba, 24 de febrero del 2016.