Por: Rosa Miriam Elizalde, Ismael Francisco / Cubadebate
Para David Brooks
¿Hacia dónde caminar en una ciudad inabarcable? ¿Por dónde empezar cuando un lugar ofrece tanto? ¿Hacia el Hudson o al East River? ¿Broadway o Wall Street? ¿El Parque Central o Greenwich Village? ¿Zuccotti Park o el Empire State? ¿La enorme cicatriz de Ground Zero o la Estatua de la Libertad? ¿Ver de todo un poco o un poco en profundidad? ¿Qué pasa si la caminas con un velo del Siglo XIX, educado por las crónicas de José Martí? ¿O si, por el contrario, usas los lentes de Pete Hamill, el periodista que dice que Nueva York es nostalgia, que nada cambia tanto como esta ciudad? ¿Y si la memoria es de ayer, cuando leías en el diario La Jornada las crónicas sobre el movimiento Occupy y te ves alcanzado por los gases y por el grito de “somos el 99 por ciento”?
Entonces la ciudad no es esto que caminas sino las réplicas y las representaciones que traes contigo, y lo que te importa realmente es el modo de fijar las imágenes nítidas que ya no ves, pero te habitan como las línea de tu mano, en las que están grabadas las esquinas, las rejas de las ventanas, los angelones tallados en los muros, los rascacielos, las salidas al laberinto urbano que están en las canciones de Bob Dylan, Jimi Hendrix, Patti Smith y los referentes de identidad que la canción popular emite en Washington Square Park.
Ya conoces Nueva York. Está descrita en el primer capítulo de Moby Dick, en El Gran Gatsby y en Mahattan Transfer, por supuesto. Es El guardian en el trigal, la ciudad como trasfondo del misterio de la adolescencia; Una pesadilla con aire acondicionado, según Henry Miller, y La hoguera de las vanidades, desde el horizonte de Tom Wolfe. Es Truman Capote, Toni Morrison y Richard Price. Sabes que nadie que se exprese en español ha superado las crónicas neoyorquinas que escribió en nuestro idioma José Martí: “Es la cultura sutil como el aire, y más es vaporosa que visible, y es como el perfume. Pero ya es señal de ella el desearla, y Nueva York anda en esto”, dijo en 1884 quien había estado “en los talleres encendidos, donde el país se fragua: con los que yerran, con los que enamoran, con los que roban, con los que viven en soledad y la pueblan; con los que construyen”.
Has visto esta ciudad de una y mil formas en las películas de Woody Allen que llegaron al cine de tu pequeño pueblo. La escuchaste en una canción, Moon river, cuando era la voz de una mujer con guitarra y pelo recién lavado en la ventana de Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s). La Gran Manzana es también un set de filmación a cielo abierto: tomas aéreas, vistas panorámicas, besos en la Quinta Avenida, King Kong acurrucando a Ann, los musicales en Broadway, asaltos de bancos, los neones de Times Square…
Todos tenemos una ciudad en el recuerdo que no se agota en este conjunto de islas comprado a los indígenas en 1626 por los holandeses y que ellos llamaron Nueva Ámsterdam, pero no por mucho tiempo. Los ingleses se la arrebataron en 1664 y le dieron su nombre definitivo. Y desde que Nueva York es Nueva York, monumental, clásica, moderna, vanguardista, lírica, hollywoodesca, capitalista, imaginativa y rebelde, trazar una ruta por sus calles no depende de lo que quieras, sino del tiempo.
En blanco y negro
Si buscas a José Martí en el bajo Manhattan la nostalgia es en blanco y negro. La mayoría de los edificios ya no están, y tienes que adivinarlos en las fotografías que ahora acaba de poner a disposición del público, por Internet, el Museo Municipal de Nueva York. Por ejemplo, el numero 756 de Broadway, redacción de la Revista América de la que fuera su director en 1882, tenía aires victorianos en ese año pero ahora es solo un adefesio gris.
Tampoco encontrarás la casa de la calle Front, la número 120, donde se instaló la dirección del periódico Patria y donde el pintor sueco Herman Norrman retrató a Martí con una pluma de ganso –inexplicablemente, porque ya entonces el cubano utilizaba una pluma de metal, en boga en EEUU desde principios de siglo-. Como ironía histórica a la casa número 77 de la calle William, donde se editó la revista para niños más hermosa de las Américas, La Edad de Oro, se la tragó con toda la manzana la sede matriz de Goldman Sachs, el banco rescatado por el gobierno de EEUU en el 2008 e involucrado en el origen de la crisis de la deuda soberana en Grecia. Pero si no te asqueas y sigues por esa misma calle, hacia el sur, descubrirás que ha sobrevivido el Restaurante Delmonico’s, aquel donde Martí celebró su último cumpleaños, el 28 de enero de 1895.
Con el velo del siglo XIX puedes recorrer la calle más maldecida de Nueva York, Wall Street, desde el mercado de los esclavos hasta la iglesia Trinity, como lo debió hacer muchas veces el Apóstol cubano, y verás por qué esta es la primera ciudad en contar con iluminación eléctrica, cómo unió las orillas del East River con el Puente de Brooklyn, inauguró las cabinas telefónicas y comenzó a crecer verticalmente con sus ciclópeas construcciones sobre los hombros de inmigrantes italianos, irlandeses, alemanes, chinos, mexicanos, judíos… que llegaron por oleadas y le dieron el merecido título de capital del mundo. Por ella, te diría Martí desde su columna en La América (1884) de Nueva York, “siglo de ferrocarriles, de electricidad y de máquinas es el nuestro”. Y así, gente interesante y con un talento fantasioso para la extravagancia, o solo con unas ganas enormes de cambiar el rumbo de su Isla, podía buscarse la vida en una ciudad que era próspera y peligrosa, pero también era barata y estaba llena de oportunidades.
Ahora que hay sucursales de bancos o de Starbucks en casi cada esquina, y que sobre las terrazas de los vecindarios fantasmales de entonces se levantan torres de vidrio para oligarcas y tiburones financieros de Wall Street, la nostalgia en blanco y negro tiene para ti la médula de una protesta política.
A color
“Como vecinitas parlanchinas que sacan la cabeza arrebujada después de la tormenta, asomaban las hojas” en el Central Park de José Martí. O eso dijo en otra de sus deslumbrantes crónicas para La Nación, de Buenos Aires. Te sonríes porque las hojas de una araucaria asustan a la paloma que vino a posarse sobre la estatua ecuestre de Martí, ubicada en el costado más transitado de este parque, el que da a la Avenida de las Américas.
Caminas unos pasos y ves el monumento dedicado a las víctimas del atentado contra las Torres Gemelas y te enteras entonces de que el día más importante en la historia contemporánea de la ciudad no fue el 11, sino el 12 de septiembre de 2001, cuando la solidaridad se instaló en sus calles y los neoyorquinos cruzaron puentes o se transportaron en ferries para llegar a sus trabajos, a pesar de todo, y ayudar en lo que podían, como si sintieran que estar del otro lado de la desgracia transformaba el ethos de sus habitantes. La gente se volvió más amable, pero en eso llegó George W. Bush y plantó su bandera: “Los que no están con nosotros están contra nosotros”.
Esa bandera en señal de conquista y ese gesto odioso no es Nueva York, te dicen, y ya estás entrando en el metro, que es como si hubieras pagado la entrada para la gran comedia humana. No se trata solamente de que ves la cara del mundo –te cuentan que en una ocasión un viajero del tren comenzó a gritar: “¿alguien aquí habla inglés?”, y nadie se dio la vuelta-. Estos túneles que horadan el subsuelo de la ciudad, que acogen todos los rostros y todas las lenguas del planeta, es el lugar donde la segregación se resquebraja y donde se tiene la certeza de que ningún apocalipsis es para ti, aunque vivas rodeado de sus signos. Pobres, ricos, viejos, adolescentes, negros, blancos, de Nueva Jersey, del Bronx o del Soho han de verse las caras bajo tierra. Pueden ir sentados, lado a lado, el yuppie de Wall Street que depreció la naranja en los mercados del mundo, y el que perdió su triste cosecha y terminó limpiando los baños de la Bolsa.
Te toca sentarte junto a una muchacha que atravesará todo Manhattan después de hacer la limpieza en un salón de boxeo. Ella te cuenta que es de Puebla, que la agarraron cuando intentó entrar a Estados Unidos por la frontera y luego la soltaron, que tiene dos hijas sin papeles que no podrán ir a la universidad y que su esposo trabaja en la construcción. Mientras conversa mece distraídamente un libro que obviamente leía antes de iniciar este diálogo. Seguramente nadie te creerá cuando lo cuentes: el título que tiene en sus manos es El poder de los sueños.
Acabas donde empezaste y haciéndote las mismas preguntas de la mañana. Pero la noche en esta ciudad no puede irse si no es a lo grande. Entre el Hudson y el East River, cruce de los caminos que debió recorrer José Martí durante los 15 años más pródigos de su vida, suena un concierto de Bruce Springsteen dedicado a la obra de Pete Seeger y grabado en Dublin. Una poderosa banda llena de banjos, trompetas, violines y acordeones, entona con rabia el himno del movimiento de los derechos civiles, “Eyes on the Prize”: “The one thing we did was right/ Was the day we started to fight” (“Lo único que hicimos correctamente/ fue el día en que empezamos a luchar”). Y esto que escuchas con los pies adoloridos en realidad te dice que hay algo fuera del cine, la literatura, los periódicos y hasta de los libros de Historia. Hay una Nueva York que es solo tu Nueva York.
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En Video, Martí en Nueva York
Por Ivette Lamigueiro