Conversar con Marta Rojas sobre Fidel conduce inevitablemente a la recién graduada periodista santiaguera que aún sin representar oficialmente a un órgano de prensa se vinculó a un hecho trascendental de nuestra historia: el asalto al Moncada.
Quiso la casualidad que se encontrara de vacaciones, disfrutando del carnaval de Santiago de Cuba y a petición del fotógrafo Panchito Cano estar pendiente de las imágenes que este captaba para hacer después una crónica y los pies de grabado. En la madrugada del 26 de julio, cuando se esperaba la premiación de las comparsas, escuchó lo que primero supuso que eran fuegos artificiales y después supo que eran disparos. Algunos pensaron en una pelea entre militares, al conocerse que los dos bandos vestían el mismo uniforme amarillo del ejército del régimen.
Cuando el fotógrafo le dijo a Marta que se había fastidiado el reportaje del carnaval intervino el olfato periodístico de la muchacha: “Chico, vamos a hacer entonces el de los tiros porque en la escuela nos enseñaron que lo último que ocurre es lo que ponen en primera plana”.
Fue a avisarles a sus padres, quienes estaban en la puerta de la casa, y les dijo: “Me voy con Panchito a lo de los tiros no sé qué cosa es”. El padre se alarmó: “¡Esta chiquita está loca!”, y la madre le respondió: “Ella estudió para eso”.
Así se inició una experiencia de la cual ella ha escrito profusamente: el recorrido por el Moncada, la impresionante visión de los cuerpos sin vida destrozados y sin embargo con los uniformes limpios, el cambiazo de Panchito de los rollos con las fotos que tiró en el cuartel por las del carnaval, para salvar las imágenes de la barbarie, y las gestiones de Marta para asistir al juicio a los asaltantes, que tuvo como escenario la sala del pleno del Palacio de Justicia, tema principal de nuestro diálogo para conocer la impresión que le causó el jefe de las acciones quien se erigiría en líder de la Revolución.
“Llega al 21 de septiembre —recuerda— en esa sala inmensa estaban todos los dirigentes políticos de los partidos de oposición, familiares de los acusados, empleados de la audiencia, gente que involucraron en el juicio que no tenía nada que ver con los hechos y se esperaba que llegaran los del Moncada.
“Ahí se produce el momento para mí más importante, donde yo veo por primera vez a Fidel cara a cara a una distancia de un metro o metro y medio, no solamente yo, también los demás que estaban allí. Yo pensaba que debido al fracaso de sus planes iba a contemplar a una persona afligida, no sé, otro rostro, pero al que veo entrar a la sala es a un hombre, elegantemente vestido, bien peinado, rasurado, con una hidalguía tremenda, con saco, corbata, impecable como le correspondía a un abogado, pero esposado.
“Allí había —no los conté pero lo supe por las informaciones posteriores— ciento y pico o doscientos soldados dentro de la sala y los pasillos laterales, y cuando llega Fidel rastrillan las armas, él levanta los brazos y se produce un momento culminante del juicio cuando dice ‘no se puede juzgar a un hombre así esposado, yo soy abogado’; surge un rumor tremendo y se suspende el proceso, se retira el tribunal y la escolta militar se lleva a Fidel. Poco después, vuelven a entrar los magistrados, lo traen nuevamente y el presidente del tribunal ordena que le quiten las esposas al acusado, entonces él pide asumir su propia defensa.
“Mi impresión es en ese momento la de un Fidel victorioso, porque se ha hecho lo que ha solicitado, primero que le quiten las esposas. Y hubo que retirárselas también a todos sus compañeros. Yo no tenía experiencia periodística activa nada más que lo de la escuela, pero sentí como si él le hubiera ganado a aquella gente.
“Aceptan que haga su propia defensa pero primero tienen que interrogarlo como acusado y empiezan a hacerle preguntas. Cada una recibe una respuesta exhaustiva, explica las razones del asalto, el fiscal le pregunta por qué si él es abogado no llevó eso por la vía del derecho, él dijo que sí que después del golpe del 10 de marzo de 1952 había ido a la audiencia para presentar una querella diciendo que habían violado la Constitución pero que no le hicieron caso. Sus argumentos eran demoledores.
“Cuando asumió su propia defensa, para lo cual le prestaron una toga, hay otro momento que me impresionó y es cuando se presenta un dirigente del Partido Auténtico, que también era abogado, a quien lo acusaban de ser autor intelectual del asalto. Fidel expresa que nadie allí tenía que preocuparse de que lo acusaran de ser autor intelectual del Moncada porque el único autor intelectual del Moncada era José Martí. Esta afirmación provocó aplausos y hubo que llamar al orden.
“Al tercer día no llevan a Fidel a juicio, al presentar un certificado médico diciendo que está enfermo y no podía comparecer. Y eso lo hicieron porque de acusado se convirtió en acusador, desde mi punto de vista fue su primer triunfo después del Moncada.
“Mientras el juicio siguió para los demás a él lo mantuvieron en la cárcel de Boniato y el 16 de octubre decidieron terminar el juicio, en la habitación de estudio de las enfermeras del hospital, un local chiquito, donde lo pude ver más de cerca. Seguía la censura de prensa, solo se podía publicar la información que diera el tribunal o el gobierno. Allí Fidel pronunció su alegato de autodefensa.
“Yo en todo momento escuchaba y tomaba nota. Cuando dijo: ‘Condenadme, no importa, la historia me absolverá’, se hizo un silencio porque hasta los militares lo estaban escuchando con atención, y agregó: ‘Bueno, terminé’. En mi criterio fue otro triunfo.
“Hubo un impasse cuando los magistrados deliberaron y él se paseó por el cuartico chiquito cuando por primera vez oigo su voz dirigida a mí y me dice: ‘Tomaste nota, te vi’, le digo: ‘Sí Fidel en el otro juicio también’. ‘Pero tú sabes que no te lo van a publicar, la censura va para largo, va a durar bastante’, responde. ‘Bueno, le contesto, yo lo guardo, algún día se va a publicar’ y me hizo un gesto como de anuencia”.
Años después en el prólogo a la primera edición del libro La Generación del Centenario en el Juicio del Moncada, donde Marta recogió sus impresiones sobre aquellos hechos, Haydée Santamaría y Melba Hernández escribieron: “Desde el primer instante, la autora tuvo una proyección de futuro y no tomó las notas como una función a cumplir, sino que fue atenta y celosa observadora de todo lo que estaba sucediendo (…). Pudo aquilatar que (…) allí no se estaba determinando el porvenir de un puñado de jóvenes, sino el porvenir de todo un pueblo”.
Para concluir nuestro diálogo, Marta nos relata una experiencia curiosa que vivió con Fidel en los inicios de la Revolución, mientras nos muestra la constancia gráfica del momento. Se efectuaba una conferencia de prensa televisada con periodistas cubanos y extranjeros. “Le preguntaron a Fidel cómo había sido el comportamiento de los asaltantes en el juicio, obviamente tenía que hablar de él, pero querían saber cómo había sido la actitud de todos. En eso me ve en el grupo de reporteros y explica: ‘Aquí hay una persona que puede contarles más cosas porque a mí me sacaron del juicio, pero ella estuvo todo el tiempo; ven acá, Marta’ y me cedió su asiento’’.
La entrevista fue mucho más extensa pero mi interlocutora le puso fin con un argumento poco común en una nonagenaria: “Se me hace tarde para el trabajo”, y acto seguido nos despidió en la puerta de su apartamento del Vedado, se dirigió al garaje y salió manejando con la misma destreza de sus tiempos juveniles.
Acerca del autor
Graduada de Periodismo. Subdirector Editorial del Periódico Trabajadores desde el …