Convencido de ser y actuar cual si fuera el emperador del mundo, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha reconocido unilateralmente a Jerusalén como capital del Estado de Israel y confirmó el futuro traslado de la embajada norteamericana de Tel Aviv a la Ciudad Santa.
Tan torpe y provocadora decisión, rememora lo asegurado por David eBen Gurión, fundador del Estado sionista y su primer ministro de 1948 a 1974, de que “la política exterior de Washington hacia Israel la diseñamos nosotros”.
De garantizar que este sarcástico presupuesto fuera aplicado en Palestina y en todo el Oriente Medio, se encargaría desde entonces el influyente lobby judío en el Congreso estadounidense. Tanto Trump, como sus antecesores en la Casa Blanca, lo han asumido y cumplido servilmente durante setenta años.
Mediante su incondicional respaldo, político, militar, económico e inmoral, Estados Unidos convirtió a Israel en su más fiel aliado y gendarme en la región mesoriental.
Las Administraciones norteamericanas han utilizado también constantemente su derecho de veto en el Consejo de Seguridad, para bloquear y dejar sin efecto numerosas resoluciones de condena de la ONU a la represión y colonización israelí de los territorios ocupados, incluyendo Jerusalén, cuna de las tres religiones monoteístas: cristiana, musulmana y judía.
Haciendo escarnio de la Carta de la ONU, de sus múltiples resoluciones y de los inalienables derechos del pueblo palestino, el actual mandatario norteamericano determinó de manera personal y desvergonzada convertir a Jerusalén en la capital de Israel. Algo muy similar al despojo de la tierra palestina por el Reino Unido mediante la repudiable Declaración Balfour, para que fuera asiento del hogar nacional judío.
La Resolución 181 de la Asamblea General Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947, que determinó la arbitraria división de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe, el cual nunca se concretó, dispuso un régimen internacional especial para la Ciudad de Jerusalén, que quedaba establecida como corpus separatum y bajo la administrada fiduciaria de la ONU.
En ese régimen especial quedaban definidas las fronteras de la ciudad y las medidas de su seguridad, que estipulaban su desmilitarización, neutralidad y la no formación, ejercicios, ni actividades paramilitares dentro de sus límites. Disposiciones todas violadas por Israel tras ocuparla en 1967.
La insensata pretensión del Gobierno de Estados Unidos de modificar el estatuto histórico de Jerusalén, obstaculiza la posibilidad de retomar las negociaciones de paz, suprime cualquier oportunidad para una solución amplia, justa y duradera del conflicto israelo-palestino, sobre la base de dos Estados y lesiona los derechos inalienables de ese pueblo árabe a la constitución de su Estado independiente, con Jerusalén Oriental como capital y dentro de las fronteras anteriores a junio del 1967.
Tal torpe, ilegal y neocolonizadora acción, es también un insulto a la religiosidad de los pueblos árabes é islámicos, e incrementará la espiral de tensiones en la ya convulsa situación de estabilidad e inseguridad del Oriente Medio.
Es evidente que el presidente Trump no ha tomado conciencia de las consecuencias de tan descabellado y errático acto de reconocimiento a favor de Israel, ni de la concitada indignación y rechazó de la comunidad internacional y el de muchos sus países aliados de la nación norteamericana.
Esta continuada política antiárabe y prosionista, indica al parecer que la capital virtual de Estados Unidos no se encuentra en Washington, sino en Tel Aviv.