No levantaba dos “cuartas” del suelo cuando ya andaba aprendiendo de la historia de Cuba y de Fidel, de la mano de mi abuelo materno, quien ostentaba con orgullo la oportunidad de haberlo conocido.
Antes de que me lo mostraran en la escuela, Montalvo, como todos le decían, se encargó de humanizarme al Comandante, de “personalizármelo” y convertirlo casi en uno más de la familia. Todas sus historias comenzaban con la posibilidad “única” que tuvo él, un simple y pobre guajiro, de cortar caña junto al líder histórico de la Revolución.
La suerte le llegó en abril de 1966, cuando en medio de la zafra, una mañana vio como la guardarraya lejana se llenaba de carros y gente extraña. Mientras, él seguía sumando arrobas a su pila, con la seguridad de “machetero viejo”. “Seguro son jefes que vienen a ver cómo marchan los cortes para el ‘Panamá’”, se dijo antes de buscar a lo lejos las chimeneas humeantes del ingenio que tantos años atrás lo había llevado a asentarse en el mediosur camagüeyano.
Solo se dio cuenta de que “algo” raro pasaba cuando le orientaron a los macheteros que cortaban junto a él que no siguieran avanzando por los plantones; solo a él, al Brujo” –como tantos lo catalogaban por su inexplicable capacidad de trabajo– le permitieron seguir adelante; casi hasta llegar hasta donde, mocha en mano, abría su tajo Fidel.
“Parece que fue como una especie de premio”, me decía abuelo, “yo era gente de confianza, eso lo sabía todo el mundo. Tenía un único objetivo: ganarme mis pesitos honradamente”.
Luego, me comentaba sus impresiones sobre la técnica empleada por Fidel para cortar caña, como siendo un hombre no acostumbrado se “fajaba” tan duro. Y más tarde continuaba la historia con otras visitas del Comandante para inaugurar centros laborales y escuelas, con anécdotas de la Sierra Maestra y de lo difícil que es mantenerse en pie tan cerca del imperialismo.
Así, sin apego a las cronologías, supe de la llegada de la Caravana de la Libertad a Camagüey, el 4 de enero de 1959; de aquel acto por el centenario de la caída en combate de El Mayor, en la Plaza de San Juan de Dios; y de cuando en 1989 vaticinó en estas tierras que la Unión Soviética podría desintegrarse –pero aún así– nosotros seguiríamos construyendo el socialismo.
Un día mi abuela intentó mostrarme otra versión de lo ocurrido. Según ella, su esposo –mi abuelo– solo había estado cerca de donde Fidel cortó caña, todo lo demás eran inventos suyos.
Mas yo supe que en realidad era ella quien se equivocaba. Todo cuanto Montalvo me contaba era verdad, la verdad que le salía de muy adentro y que él que quería que sus nietos tuviéramos aprehendida. Por eso le di las gracias, en silencio, siempre.
Los años y las canas le fueron agregando o quitando palabras a los cuentos de mi abuelo, pero no pudieron cambiarle las esencias. Por eso ahora, tras un año de haberlos perdidos a los dos, a mi abuelo y al Fidel que él me enseñó, solo puedo seguir contándole a mi hijo aquellas historias, a la manera “montalvina”. No hay otra.