Después de haber vivido 107 años (Dos Caminos, San Luis, 1910-2017), son muchas las vivencias que atesora Felipa de Armas Pacheco, y a estas alturas le cuesta trabajo hilvanarlas, pero sonríe y asiente con gestos afirmativos cuando Norbelio, el yerno; y, Ofelia, la hija, comienzan los relatos de su tránsito por la tierra, que ella completa con palabras entrecortadas.
Y lamenta las dos isquemias transitorias de hace poco tiempo; y la reciente y apurada partida de uno de sus siete hijos, “esas cosas me han puesto un poco torpe”, dice y se acerca a su infancia, adolescencia y juventud en una finca cafetalera de Ullao, muy próxima a Dos Caminos, San Luis, en la actual provincia de Santiago de Cuba.
De esa época no olvida a Juan Lorenzo Calzada, el hombre de su vida. De origen campesino y humilde como ella misma, “era un hombre recto, valiente y honesto”, lo describe con tono picaresco; y, ahora es Ofelia quien redondea sus vagas, pero sentidas expresiones de apego al esposo, al trabajo, y a la Revolución, desde que el triunfo se gestaba ya en las estribaciones de la Sierra Maestra, en las ciudades y los llanos de la provincia heroína y en otros territorios de Cuba.
Ni Felipa, ni Juan Lorenzo titubearon si de enfrentar al oprobioso régimen se trataba y cuando en las cercanías de su hogar, los rebeldes fundaron campamento en el asedio definitivo a las ciudades de Palma Soriano y Santiago, “nuestros muchachos les llevaban comida, agua, café… a los alza’os y mi Juan Lorenzo donó su escopeta a la tropa”, eso le viene fuerte y claro a la mente.
“Yo conocí a Frank País”, afirma sin titubeos y Ofelia le provoca el comentario y Felipa acepta el reto y comenta, sin tantos esfuerzos, “lo vi varias veces, era muy joven y muy guapo. También a su mamá y a su hermana”.
Después llegó el triunfo del primero de enero de 1959, y Felipa se incorporó a la construcción de la obra nueva, a su defensa, “trabajé en una granja pecuaria cercana a la casa. Eso sí, sin dejar de atender a los muchachos ni desentenderme, tampoco del conuquito que ayudaba al sustento”.
Así, Felipa y Juan Lorenzo fundaron, a fuerza de tesón, amor y entrega, una familia honesta, revolucionaria y comprometida, cuya descendencia aprendió de sus pasiones que tanto placer da brindar como recibir amor, una práctica enraizada en los siete hijos, los 39 nietos, los 53 biznietos y los 19 tataranietos, quienes no desprecian ocasiones para tributarle bienestar.
“Desde siempre fue una amantísima madre”, enfatiza Ofelia y Norbelio la describe, “quien haya tenido el privilegio de vivir junto a Felipa muchos años encontrará una senda a seguir, por sus enseñanzas, su sabiduría popular y los conceptos y principios que enarbola”.
Norbelio cuenta que fue siempre una empedernida lectora, de libros y de la prensa, “le gustaba y le gusta, todavía, estar informada”, abunda y refiere que después de la muerte de Juan Lorenzo ella quería seguir aferrada a la tierra de origen, pero la decisión familiar “fue traerla con nosotros, para Jobabo, donde vivíamos entonces, porque ya casi andaba por los cien”.
Y el yerno solidario comenta que hace ya unos siete años vinieron a vivir a la ciudad de Las Tunas, pero en el barrio de Jobabo todavía la recuerdan por sus recorridos, mirando y disfrutando la obra de la Revolución, “caminaba y preguntaba en escuelas, bodegas, policlínico…”.
Y este reportero, que reside relativamente cerca de esa familia, corrobora que Felipa ya había pasado de los cien y acudía, aunque con descansos a intervalos, cada Primero de Mayo a la Plaza de la Revolución Mayor General Vicente García. En el trayecto la encontré varias veces y nunca dejé de admirar tanta voluntad, tanto compromiso.
“Estuvo asistiendo a los desfiles hasta cumplidos los 104 años”, remarca Norbelio.
De la vida de Felipa y de su centenaria existencia se puede concluir que el trabajo y el amor son cómplices perfectos de la longevidad.