Autoembargo al placer, bloqueo a lo necesario

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Hacia 1962, en plena confrontación con Cuba, el presidente estadounidense John F. Kennedy disfrutaba del tabaco producido en la isla. Los había conocido cuando apenas era un joven político y desde entonces se aficionó a los Petit Upmann. No obstante, en sus humidores privados guardaba una variada colección de vitolas y marcas.

Hacia 1962, en plena confrontación con Cuba, el presidente estadounidense John F. Kennedy disfrutaba del tabaco producido en la isla

Este detalle permite comprender por qué la noche del 2 de febrero de ese año, en vísperas de firmar la Proclama Presidencial 3447 que impuso el bloqueo a Cuba, Kennedy hiciera a su secretario de prensa Peter Salinger una extraña solicitud.

Según narran William M. Leogrande y Peter Kornbluh en el libro Diplomacia encubierta con Cuba. Historia de las negociaciones secretas entre Washington y La Habana, editado por Ciencias Sociales, el Presidente pidió a Salinger que saliera a altas horas de la noche a comprar todos los puros cubanos que encontrara en la ciudad de Washington. Por lo menos mil, dijo.

A la mañana siguiente, cuando Salinger llegó a su oficina en la Casa Blanca, el teléfono directo con el mandatario ya estaba sonando. Acudió de inmediato y orgulloso le informó que había encontrado mil 200 puros. Solo entonces Kennedy sacó un largo pliego de una gaveta de su escritorio y firmó. Era el decreto que hacía ilegales los tabacos y cuanto producto cubano se comercializaba en EE.UU.

Sin duda esa acción presidencial fue uno de los más fuertes y crueles tirones a la soga que desde 1959 pulsaban ambos Gobiernos.

Más de 50 años después de iniciada esta batalla solo se reportan perdedores, y entre ellos, en primerísimo lugar, los cubanos. Para los habitantes de la isla no se trataba de renunciar a ciertos placeres —como el que podría proporcionar un buen habano—, sino que fueron convertidos en víctimas de una política que buscaba acrecentar sus carencias para que se rebelaran contra la triunfante Revolución.

“Observábamos a Cuba equivocadamente y (…) la considerábamos controlable” —reconoció un informe de la Casa Blanca de 1964 que fuera desclasificado años después. “(…) estábamos tan acostumbrados a pensar que existían ‘inmensas reservas de buena voluntad’ (…)  y estábamos tan convencidos de la dependencia (…), que no pudimos reconocer la fuerza del orgullo nacionalista cubano, y, al parecer, nos resultó difícil tomar en serio tanto a Cuba, como a Castro”.

Así, impulsados más por las pasiones que por la jurisprudencia, EE.UU. se convirtió en violador de los principios básicos del derecho internacional al aplicar estrategias de guerra sin haberla declarado.

Desde 1909 la Conferencia Naval de Londres estableció, como principio, que el “bloqueo es un acto de guerra” y sobre esta base, su empleo es posible únicamente entre Estados beligerantes. Luego, la Ley de Comercio con el Enemigo, una de las primeras aplicadas contra Cuba, habilita al mandatario para imponer medidas de emergencia económica solo en tiempo de guerra o ante la existencia de una amenaza a los intereses de seguridad nacional. Y tampoco era el caso.

El bloqueo contra Cuba, codificado por un amasijo de leyes y decretos como está hoy, es una sanción unilateral de marcado carácter extraterritorial que contraviene tres principios y derechos fundamentales del Derecho Internacional: el de igualdad soberana, el de no intervención y el derecho a la nacionalización, refrendado este último en la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados (artículo 2.2 inciso c) cuando dice que: “Todo Estado tiene derecho de nacionalizar, expropiar o transferir la propiedad de bienes extranjeros”, y que el que “adopte esas medidas deberá pagar una compensación apropiada, teniendo en cuenta sus leyes y reglamentos aplicables y todas las circunstancias que el Estado considere pertinente”.

Cuba ha reiterado su disposición a compensar siempre que se le permita comerciar y pagar con las ganancias derivadas de esto.

El presidente Kennedy no pudo consumir todos los habanos comprados aquella noche de febrero de 1962. De hecho, una parte de ellos fueron subastados años después de su muerte. Pero más allá del vicio, y a pesar de haber impuesto el bloqueo que hoy permanece como el pilar central de la política hostil de EE.UU. hacia la isla, ya se sabe que su Gobierno exploró una alternativa de acuerdo que se vio truncada por el magnicidio.

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