Bastaba que Fidel lo dijera

Bastaba que Fidel lo dijera

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Martha Rivas Aguilera (brigadista Conrado Benítez. Foto: Agustín Borrego
Martha Rivas Aguilera (brigadista Conrado Benítez. Foto: Agustín Borrego

Cuando nuestro Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en su intervención en la ONU el 26 de septiembre de 1960 planteó que Cuba sería el primer país de América que a la vuelta de algunos meses no tendría ni un solo analfabeto, todos confiamos en esa afirmación, aun cuando éramos casi niños. Bastaba que fuera Fidel quien lo dijera.

La confianza en el líder nos estimuló a cumplir con esta gloriosa tarea. Me tocó alfabetizar en la finca Condado Barrio Rio de Ay, en la zona próxima a Limones Cantero, donde asesinaron al brigadista Manuel Ascunce Domenech y al campesino Pedro Lantigua, a cuyo entierro asistimos en Trinidad bajo la amenaza de que las caravanas serían atacadas en el camino o en el propio cementerio.

Sabíamos que estábamos rodeados de bandidos o alzados, como se decía en aquella época. No obstante, las familias cuidaron de nosotras con mucho amor. Yo tenía 13 años, y mi hermana 12.

Era tal el peligro que tuvimos que dejar de ir a la casa de los analfabetos y enseñar donde vivíamos. ¿Miedo? Siempre sentimos alguno cuando no nos dejaban salir de noche ni al patio de la casa, ni asistir a actividades no autorizadas por la Comisión de Alfabetización.

Después vino la etapa de los papeles por debajo de las puertas para que les dijéramos a los padres que nos fueran a buscar, pues correríamos la misma suerte. Mas la decisión de los 13 que allí estábamos fue que íbamos a terminar.

¿Cómo faltando menos de un mes para concluir traicionaríamos la confianza que Fidel y la Revolución depositaron en nosotros? Había que cumplir a costa de lo que fuera. La epopeya reactivó en mí las ansias de ser maestra, lo cual deseaba desde niña.

Una de las impresiones más grandes recibidas en aquellos momentos fue ver el estado en que encontré en el cementerio a la viuda y a los hijos de Pedro Lantigua, cuyo padre había cometido un delito muy grande: ser revolucionario.

El 22 de diciembre en la Plaza de la Revolución José Martí, el líder de la Revolución cubana nos pidió que estudiáramos, y a eso nos dedicamos. Cuando terminé el preuniversitario ingresé en el Instituto Pedagógico Enrique José Varona (hoy Universidad Pedagógica) y luego me gradué como Licenciada en Física. Nunca he dejado de trabajar, y en la actualidad me desempeño como profesora de la Cátedra del Adulto Mayor

La Campaña fue una gran escuela

Mercedes A. Córdoba Williams (brigadista Patria o Muerte). Foto:  José Raúl Rodríguez Robleda
Mercedes A. Córdoba Williams (brigadista Patria o Muerte). Foto: José Raúl Rodríguez Robleda

Me incorporé a las Brigadas Obreras de Alfabetización conocidas como Patria o Muerte —organizadas por Lázaro Peña, secretario general de la CTC— a partir del llamado que hizo el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en agosto de 1961 para incorporar a unos 30 mil trabajadores hacia las zonas rurales.

El objetivo era declarar a Cuba ese propio año como el primer territorio libre de analfabetismo en América Latina. Integré la brigada Osvaldo Sánchez del entonces Sindicato Nacional de Trabajadores Tabacaleros, que se creó en la fábrica de cigarros Criollos, antigua La Corona de Luyanó.

La brigada tuvo una composición heterogénea; incluyó no solo los obreros de la fábrica sino a sus familiares; entre ellos a algunos adolescentes, incluso a un niño de 8 años que acompañó a su mamá, y a otros que, por la edad avanzada y condiciones físicas, no pudieron continuar en las montañas.

Yo quería ir a los sitios más apartados del país, deseo que pude realizar el 15 de septiembre cuando partí junto a otros brigadistas hacia la antigua provincia de Oriente. El primer destino era Baracoa, pero durante el viaje nos percatamos que el tren se dirigía hacia Manzanillo; luego en un camión fuimos trasladados hacia Campechuela.

Allí nos ubicaron en territorios muy distantes, sin posibilidades de efectuar las reuniones periódicas de chequeo que se habían planificado desde la capital, y por esta razón solo pude relacionarme con algunos compañeros.

Alfabeticé en la finca Los Arroyones, del barrio La Gloria, y de los cuatro alumnos asignados, solo uno de ellos —Eligia, la de más edad— demostró real interés, pues los otros no asistían siempre a las clases, se enfermaban o con frecuencia se perdían del lugar. Los cuatro meses que estuve en las montañas de la Sierra Maestra provocaron un cambio en mi personalidad. Por primera vez me alejaba de la familia durante tanto tiempo, y en la zona presencié sucesos que dejaron profundas huellas en mi conciencia, como las terribles condiciones de vida de los pescadores y los campesinos.

La Campaña fue una gran escuela que definió mi formación político-ideológica; permitió reafirmar la vocación docente de tradición familiar, y despertó el interés para profundizar en el estudio de las características geográficas e históricas de mi patria, a lo cual me he dedicado durante toda la vida.

Me parecía que estaba viviendo un sueño

Flora Belkis Lescaille Torres (maestra voluntaria). Foto: Agustín Borrego Torres
Flora Belkis Lescaille Torres (maestra voluntaria). Foto: Agustín Borrego Torres

No tuve la dicha de participar en la etapa de la Sierra Maestra, pero como toda joven quería aportar mi cuota de sacrificio e impulsar los ideales de la Revolución. La oportunidad llegó el 22 de abril de 1960, cuando el Comandante en Jefe hizo un llamado a los estudiantes de preuniversitario para que se formaran como maestros y con posterioridad impartieran la enseñanza en los rincones más apartados, sobre todo en las zonas montañosas.

Me costó trabajo obtener el consentimiento de mis padres —una familia humilde, con tabúes y prejuicios—, pero al final los convencí y pude integrar el contingente de jóvenes que recibiría el curso de adiestramiento en Minas del Frío, donde conocí a Conrado Benítez.

Una vez allí me parecía que estaba viviendo un sueño entre los más de mil maestros voluntarios, y en las más difíciles condiciones (neblina, lluvia, fango). Queríamos cumplir el compromiso de Fidel en La historia me absolverá, y el legado de Martí.

En el campamento La Magdalena, en plena Sierra Maestra, aprendí a convivir con los campesinos, a dormir en hamacas, en barracas, a recibir las clases a la intemperie, y adquirí nociones de pedagogía, psicología y didáctica, entre otras materias necesarias para el trabajo docente.

Al terminar el período de formación inicial, fui seleccionada para el curso de instrucción revolucionaria dirigido por Elena Gil, pero mi sueño era dar clases a los niños, por lo que ella me liberó para esa importante tarea y me ubicaron en la escuela Ramón Ramírez Llorente, en la Ciénaga de Zapata.

En esa escuelita improvisada en un cuartel de milicias, con bancos de tablas de guano y pizarra de un cartón pintado, recibía los buenos días de aquellos niños que estaban ávidos de conocimientos; en tanto en las noches daba clases a los adultos.

Con posterioridad realicé el censo de los campesinos, se iniciaba la Campaña de Alfabetización. Recibí veinticuatro brigadistas —entre los llamados Conrado Benítez y Patria o Muerte—, y me desempeñé como asesora técnica. Tenía la misión de garantizar el alojamiento, la alimentación y cuidar de la integridad física de los jóvenes.

En plena Campaña nos sorprendió el ataque a Playa Girón, y desde mi escuela situada a orillas del río Hanábana, veíamos los paracaidistas lanzándose y se oían los estruendosos ruidos de los morteros. Fue una experiencia inolvidable.

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