Por: Jorge Hernández Martínez*
La otra cara, o la cara oculta de la Luna. ¿Quién no ha escuchado esa popular expresión, utilizada en sentido figurado al destacar realidades que contrastan o que no guardan correspondencia con la imagen habitual que se tiene de una situación, objeto o fenómeno?
Como se sabe, la frase hace referencia al hemisferio del satélite lunar que no es observable desde la Tierra. Eso ocurre debido a que la Luna tarda en rotar sobre sí misma lo mismo que su movimiento de traslación alrededor de nuestro planeta, lo que provoca que el satélite le presente siempre la misma cara, la familiar, la conocida.
Al mirar a los Estados Unidos hoy, luego de los resultados electorales de los comicios realizados el pasado 8 de noviembre, es válido acudir a esa representación metafórica, toda vez que para no pocos observadores y lectores, ese país ofrece, como de repente, un rostro con el que no estaban familiarizados, poco conocido, que chocaba con las expectativas, vaticinios y visiones que prevalecían en la opinión pública internacional. Y lo que sucedió es que no se visualizaba la otra cara de la nación.
En realidad, la sorpresa inicial que conllevó la victoria electoral de Donald Trump ha sido relativa, en la medida en que si bien la inmensa mayoría de los análisis, pronósticos y sondeos de opinión apuntaban con elevados porcentajes de certeza hacia el triunfo demócrata de Hillary Clinton, existía un entramado objetivo de condiciones y factores que permitían augurar, al mismo tiempo, la derrota demócrata y el retorno republicano a la Casa Blanca. Ese trasfondo tenía y tiene que ver con la crisis que define a la sociedad norteamericana durante los últimos 30 años, la cual no solo se ha mantenido, en medio de parciales recuperaciones —sobre todo en el ámbito económico, propagandístico y tecnológico-militar—, sino que se ha profundizado entre intermitencias y altibajos, en el terreno cultural, político e ideológico.
Resulta inevitable concentrar las miradas en la figura de Trump, a partir de todo lo que simboliza el vertiginoso auge que durante la campaña tuvo su figura, hoy convertida en la del presidente de la nación más poderosa del mundo. Trabajadores ha publicado en su edición digital profundos artículos sobre ello. Ese triunfo electoral se produce aun cuando el lenguaje y conducta de Trump contradicen varios de los mitos fundacionales de ese país, que le identifican a escala mundial con la tierra prometida, la de las oportunidades, la de la libertad y la democracia.
Trump es electo por el voto mayoritario del Colegio electoral, que no es coincidente con la votación popular. ¿Cuál es el significado histórico y político de un hecho, que para muchos, es casi inexplicable? ¿Representa ello una quiebra del patrón tradicional que ha caracterizado la vida política y cultural del país?
Junto a estas, emergen otras interrogantes, no menos inquietantes, relacionadas con el rumbo internacional que seguirá la política exterior de la nueva Administración, el tratamiento que dará a los diversos temas de su agenda social, económica, energética, geopolítica, migratoria.
La sensación de incertidumbre se refuerza por las repetidas generalidades, las escasas concreciones y las frecuentes contradicciones en las que el ya presidente electo incurrió durante la campaña.
Trump ha representado un estilo inédito en los procesos electorales en los Estados Unidos. En su discurso ha prometido empoderar, con aliento proteccionista, al empresario capitalista y al trabajador con precariedad de empleo, quienes le exigirán que cumpla con sus promesas nacionalistas. Ha declarado persona non gratas a quienes no reúnen las características estereotipadas que ha creado el cine de Hollywood, la historieta gráfica y el serial televisivo en torno a la familia norteamericana: blanca, de clase media, disciplinada, individualista, protestante.
En la sociedad norteamericana ya existe una cultura política marcada por una concepción hegemónica en torno a los “diferentes”, es decir, las llamadas minorías que en el lenguaje posmoderno son calificadas y consideradas como los “otros”.
Trump apelará a la visión racista, excluyente, discriminatoria, que el politólogo conservador Samuel P. Huntington estableció en sus escritos tristemente célebres, que argumentaban la amenaza que a la identidad nacional y a la cultura tradicional estadounidense, de origen anglosajón, entrañaba la otredad, encarnada en la presencia intrusa hispanoparlante de los migrantes latinoamericanos.
Más allá de lo imperioso y útil de apreciaciones como las aludidas, y de la necesidad de responder a preguntas como las formuladas —lo cual escapa al propósito del presente artículo—, quizás convenga prestar atención, además, al contexto que explica los acontecimientos. A partir de aquí se puede comprender la posibilidad de que, sobre la base de los cambios demográficos, político-culturales y de otros aspectos que conforman la prolongada e inconclusa crisis norteamericana —cuyas transiciones estructurales e ideológicas siguen desplegándose—, fuera viable la victoria republicana de un candidato antiestablishment, con proyecciones populistas de derecha radical, tan intolerante, misógino, racista y xenófobo.
Una hipótesis acerca de tales cambios y transiciones es lo que anima las ideas que siguen, que intentan mostrar la otra cara de la sociedad norteamericana. Penetrar analíticamente en ella permite complementar y completar la imagen que ofrecía la cara visible, la que llevaba a pensar que luego de que un hombre de piel negra ocupara la Casa Blanca durante ocho años, ahora era el turno de una mujer, y que la tradición liberal del país impediría la elección de una figura como Trump.
La cristalización de Trump como precandidato y su desenvolvimiento ulterior hasta la nominación como candidato republicano y su elección como presidente constituye un fenómeno político que emerge a partir de una crisis que trasciende la de los partidos políticos en los Estados Unidos.
En rigor, Trump no era un rara avis, algo poco común, sin desconocer sus excentricidades, histrionismos y aparentes desquicies. Existían condiciones que explicaban su resonancia, relacionadas con cambios estructurales y con esa cara oculta de la sociedad estadounidense, que aunque transformada, sigue siendo esencialmente blanca, racista, con sentido de superioridad étnica, y una parte de la cual se había sentido afectada y olvidada.
Trump proviene de un fenómeno que tiene antecedentes desde las épocas de los años de 1960 y 1970, cuando surge lo que se conocería como la nueva derecha y que después se va concretizando cada vez más en lo que se plasmó en la coalición conservadora que floreció en la década de los 80, y en el siglo XXI en el Tea Party.
En el contexto de la doble Administración Obama se profundizó el resentimiento de ese sector, integrado por personas blancas, adultas, que fueron golpeadas por la crisis del 2008 y sus secuelas, identificadas como trabajadores “de cuello azul”. Se trata de individuos con bajos niveles educativos, que perdieron sus casas, sus empleos, cuyos problemas no fueron resueltos ni atendidos por el gobierno demócrata. Trump se apoyó en esa situación y en esa base social, creó chivos expiatorios y logró, con habilidad, manipular y captar el apoyo y el voto de ese sector.
*Sociólogo y politólogo. Profesor e Investigador Titular del Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos de La Universidad de La Habana y presidente de la Cátedra Nuestra América.