Un día sucedería, inevitablemente: Cuba amanecería sin Fidel y los corazones de todos se estrujarían. El sobrecogimiento sería tal que el silencio, la quietud, el duelo, colmarían por días las ciudades y pueblos de la nación. Ningún estrato ni sector social escaparía de la conmoción, pues el artífice de nuestro proyecto revolucionario se habría marchado a vivir en la dimensión de la eternidad, que implica siempre alguna tristeza y lejanía.
El movimiento deportivo cubano, nacido genuinamente tras el grito de victoria de enero de 1959, amaneció el sábado último sin su capitán al mando, sin el estratega que hizo realidad dos promesas insoslayables, entre tantas: que el deporte sería un derecho del pueblo, y que lo llevaríamos tan lejos como fuera posible. La obra que emanó de ese pensamiento superó todas las expectativas, y fue edificada con una estatura moral impresionante.
Los hombres y mujeres que aquel 1º de enero comenzaron a fundar la nueva época no podían concebir que este pequeño y pobre país se convirtiera en una potencia deportiva mundial. Pero Fidel sí, por su capacidad para soñar, comprometer y crear, y por su convicción de que lo más importante no era la riqueza, sino la voluntad de los seres humanos para hacer cosas grandiosas.
Fidel fue un líder inmerso en sus sueños, pero tuvo el valor y la inteligencia para hacer realidad la mayoría de ellos. ¿Cuántas veces, en los primeros años de la Revolución, habría imaginado a jóvenes humildes cosechando triunfos para la patria? Quizás hasta viajó al futuro y vio con claridad que Cuba sería una tierra de campeones.
Confiaba en que el proceso revolucionario daría a luz figuras legendarias como Stevenson, Juantorena, Ana Fidelia, Mireya, Savón, Linares, Sotomayor, Driulis y Mijaín, entre tantos otros. Y es que si el Programa del Moncada debía conducir a la forja de un país con amplio desarrollo social y respeto a la condición humana, su ideario sobre el deporte garantizaría triunfos, alegrías y un notable reconocimiento internacional.
Su pensamiento fue llevado a la práctica, demostró ser exitoso y conserva todavía hoy absoluto valor. Debe guiar el rumbo presente y futuro del deporte cubano, y resonar en los oídos de quienes entronizan fórmulas reformistas que minan la esencia del modelo.
“El juego debe acabarse en todas sus formas comerciales”; “Es preciso que en lugar de un centenar de atletas haya decenas de miles. Y para ello crearemos las academias que sea preciso crear”; “Debemos ayudar a los atletas que están en una situación difícil”; “No me luce correcto que los héroes del deporte, nuestros campeones, queden después en la miseria”; “Es necesario inundar todos los rincones de la isla con implementos deportivos”.
Por esos cauces navegamos y surgieron escuelas, instalaciones, entrenadores, científicos, médicos, directivos, periodistas. Nació el David que enfrentó a Goliat con jonrones, canastas, carreras, goles, rematazos, piñazos. Pasamos de ser casi nada a reinar en América Latina y el Caribe, y a brillar en la escena mundial y olímpica.
Entonces vinieron las imágenes más bellas, aquellas despedidas y recibimientos memorables; la entrega de reconocimientos; los encuentros en el Palacio de la Revolución; las charlas informales; los desvelos y alegrías del Jefe durante las competencias; su “conspiración” secreta para fraguar el éxito que parecía imposible.
Fidel supo ser bueno y justo. Luchó porque atletas y Glorias vivieran dignamente. Pero su estatura de hombre entero y generoso se aquilató mejor en los momentos difíciles. Ahí están los testimonios de la expedición del Cerro Pelado y los del Crimen de Barbados; la batalla por el derecho a unos juegos panamericanos; la defensa del honor de atletas injustamente acusados de dopaje; y el espaldarazo a nuestro boxeo frente a los despojos de Houston.
También sobresale la creación de la Olimpiada del Deporte Cubano, cuando canallas hicieron imposible asistir a un evento regional; su liderazgo para que lidiáramos en el I Clásico Mundial de Béisbol; y la reflexión con que acompañó al taekwondoca Ángel Valodia Matos, quien ante una indisciplina motivada por trampas había recibido una sanción internacional, pero no debía ser vilipendiado en su propia tierra.
En la memoria de los cubanos están también sus visitas a atletas enfermos o lesionados, con la máxima expresión en Ana Fidelia Quirot, quien mientras se debatía entre la vida y la muerte contó con el apoyo y atención permanentes del Comandante.
Por ese y otros tantos gestos, por la familiaridad que construyó con los deportistas; por el entusiasmo e inspiración que les transmitió día a día, Fidel mereció en todos estos años las dedicatorias de muchos triunfos. Fueron actos muy sentidos.
Ahora, tras su desaparición física, el movimiento deportivo cubano no volverá a contar con visitas, llamadas telefónicas, mensajes verbales, cartas personales o Reflexiones publicadas en la prensa. A los nuevos retos tendrá que responder sin su presencia, pero apegado a sus enseñanzas, su filosofía de vida y pensamiento político, a sus lecciones sobre el papel del deporte en la sociedad socialista.
Será útil, frente a cada problemática, preguntarse qué haría Fidel, cómo actuaría en cada circunstancia. Y las respuestas estarán en su prédica y, fundamentalmente, en su práctica. Beber de ese legado nos exigirá estudiar y estudiar, toda la vida.
Acerca del autor
Licenciado en Periodismo de la Universidad de La Habana (UH). Especialista en los deportes de boxeo, voleibol, lucha, pesas y otros. Cubrió los XV Juegos Panamericanos de Río-2007, los XXX Juegos Olímpicos de Londres 2012, la final de la Liga Mundial de Voleibol 2011 y otros eventos internacionales celebrados en Cuba. Profesor de Teoría en la Comunicación de la UH y la Universidad Agraria de La Habana. Imparte cursos de esta y otras materias en diversas instituciones del país como el Instituto Internacional de Periodismo José Martí. Ha obtenido premios y menciones en el Concurso Nacional de Periodismo Deportivo José González Barros.