Joel García, enviado especial
Río de Janeiro.- La angustia atragantada de un país por muchos años de Juegos Olímpicos terminó el 20 de agosto del 2016. Pasadas las ocho de la noche, los nervios se dispararon y llegó la revancha, el alivio, el orgullo. Neymar, un gol y un país se gritaron al mismo tiempo. Era el título del honor, el único que no reposaba en la vitrina mágica del fútbol brasileño.
Con el primer gol del delantero más querido, millones de hinchas saltaron en resonancia y se paralizó por segundos una nación que no respira goles. Es ella un gol gigante. Minutos más tarde el empate alemán trajo el fantasma de la Copa Mundial del 2014 al Maracaná, estadio de frustración histórica en 1950 contra Uruguay.
El alargue solo hizo tensar una herida que, por suerte, no se abrió. La tanda de penales volvió a compactar una nación más allá de los 80 mil aficionados que lo presenciaban en vivo con entradas por encima de 150 dólares. Cada anotación era una voz gigante que salía de Sudamérica hacia el mundo. Y cuando el portero Weverton adivinó y paró el quinto comenzó una samba gigante en las calles.
Faltaba el turno del héroe de la película, pero el festejo era cuestión de segundos. Neymar clavó el balón en el costado izquierdo y salió llorando a abrazarse con la gloria. El del club Barcelona, el criticado y amado hasta el delirio, el deportista más popular de Brasil acabó la espera olímpica.
Los carros pitando, la cerveza derramada, llantos de alegría contenida, algún que otro tiro escapado y una voz coral gigante se pudo ver y escuchar desde el lugar donde los cubanos comprendimos, una vez más, que este oro no solo era el más deseado, sino también el que valía, por sí solo, la organización de unos Juegos Olímpicos.
Banderas, cantos, samba, euforia, noche interminable, improvisado carnaval y hasta fuegos artificiales pasaron desfile. Ninguna transmisión pudo captar tanta emoción en un minuto y por más que la describamos nada supera la posibilidad de haber sido testigo de uno de los acontecimientos más estremecedores de esta cita, pues era una sola dorada, pero con millones de dueños.
Este domingo sucedió algo parecido, sin la dimensión mediática del fútbol, con el equipo masculino de voleibol. Fue el séptimo y último cetro para su delegación, cual regalo incontenible y vibrante para un pueblo que se escuchaba cantar el himno desde mi ventana.