Quizás algún lector podría pensar que las protestas que desde marzo se vienen sucediendo en toda Francia son la respuesta a un proceso puramente local, pero la historia ha demostrado que, en política, cuando la nación gala grita, Europa y el mundo todo, se estremecen.
Tal ocurrió en 1789, con la Revolución Francesa; en 1871, con la Comuna de París; y más recientemente con la sucesión de huelgas y protestas espontáneas de Mayo de 1968. No por gusto varios especialistas coinciden en que las tres fuentes originarias del marxismo radican en la filosofía alemana, la economía inglesa y la “política” francesa.
Erraríamos entonces si limitamos las lecciones de las multitudinarias jornadas de protestas organizadas en París, Lyon, Nantes, Rennes y otras ciudades. Ellas no han sido, únicamente, por la reforma laboral, o Ley El Khomri, en referencia a su impulsora, la ministra de Trabajo, Myriam El Khomri.
Es cierto que el proyecto, inspirado en la reforma del 2012 de Mariano Rajoy en España, y en otras que condujeron al modelo laboral vigente en Alemania e Italia, asesta un duro golpe a los derechos laborales, pues jerarquiza los intereses de la patronal frente a los de los asalariados, quienes ahora deberán conformarse con empleos flexibles y precarizados.
La legislación laboral que aún rige en Francia reconoce como principios la “prelación de normas” y la preeminencia de la “norma más favorable”. Esto significa que lo primero es el respeto a la Constitución, luego a la ley, la negociación colectiva, el acuerdo de empresa y el contrato de trabajo. En ese orden. Esta herencia del derecho romano garantiza la “homogeneidad en todo el país”, y ampara incluso a los territorios de ultramar.
El principio de la norma más favorable es considerado una conquista sindical y ampara la aplicación de excepciones a normas de mayor rango (siempre que no sean de obligado cumplimiento) en función de favorecer a los trabajadores. Esto condujo, por ejemplo, a que los acuerdos de la negociación colectiva nacional en determinados sectores fueran de obligatorio cumplimiento, a la vez que reconocía el protagonismo de las organizaciones sindicales, encargadas de representar los intereses de los trabajadores, inclusive de los no afiliados.
La Ley El Khomri fractura ese sistema en su base pues jerarquiza la negociación directa entre el empresario y el trabajador, saltándose el código de trabajo y los convenios colectivos. Establece un techo a las indemnizaciones por despido improcedente, e instituye las condiciones que justificarían el despido económico.
Ratifica la jornada de 35 horas laborales semanales, pero admite que se organicen calendarios alternativos y turnos de hasta 48 horas semanales y 12 al día. La tarifa de pago por el tiempo extra, que actualmente es obligatoria y ronda el 25 % del salario básico, sería rebajada al 10 % y el reembolso monetario puede ser cambiado por “horas de descanso”.
Estas propuestas siguen la letra dictada por las élites del poder económico mundial. En su último informe sobre la economía francesa, el Fondo Monetario Internacional ha reclamado al Gobierno medidas adicionales para estimular la creación de empleo pues “el mercado laboral es un obstáculo clave para el crecimiento”.
La tasa actual de paro en Francia ronda el 10 % y entre los jóvenes es el doble. Ese es uno de los problemas que el presidente francés, François Hollande, y su ejecutivo, dicen resolver con la Ley El Khomri.
Pero a la luz de los acontecimientos actuales, en los que el Gobierno se ha valido de un atajo constitucional para imponer el nuevo código y hacer caso omiso al descontento en las calles y también entre los diputados socialistas de la Asamblea Nacional, vale evaluar no solo la espuma de la ola, sino la fuerza que la impulsa.
Las protestas han pulseado las verdaderas potencialidades de un movimiento que ha probado su capacidad para paralizar determinados servicios como el transporte ferroviario y la generación eléctrica. En ocasiones han organizado cortes selectivos a importantes plazas industriales, y han trasladado las cargas para suministrar el servicio a los desposeídos, estilo Robin Hood.
Asimismo han probado que además del añejo y válido recurso de la huelga, los organizadores pueden, a pesar del pánico que siembran los criminales ataques terroristas, sacar a la gente a las calles, organizar multitudinarias manifestaciones y asambleas de estudiantes e intelectuales en las plazas públicas, tal como sucedió con las Nuit debout o Noches en vela.
En esos espacios se han encontrado fuerzas diversas que buscan una expresión política a su descontento. Corresponde a la izquierda anclar ese malestar y convertirlo en una oportunidad histórica que articule un nuevo proyecto de sociedad con el cual avance Europa y también el mundo. No sería esta la primera vez en que la llama revolucionaria se expande desde el corazón de París.