Como lava incandescente o una virulenta plaga, el flagelo del terrorismo se expande por el planeta y cobra cada día miles de vidas humanas, devasta a los pueblos y arruina y depreda su patrimonio histórico y cultural.
Sus progenitores y auspiciadores permanecen a la sombra, pero continúan alimentando con abundantes armas y cuantiosas sumas de dinero al ejército de mercenarios y renegados que constituyen su punta de lanza, como el autonombrado Estado Islámico de Irak y Siria (EI o ISIS), Al Nusra y Al Qaeda, utilizados por occidente y monarquías árabes para lograr sus objetivos políticos y socioeconómicos hegemónicos.
Afganistán e Irak, resultaron sus primeras víctimas. El fementido pretexto de la lucha contra el terrorismo internacional, nacida bajo la presidencia de George W. Bush, tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, condujo a la cruenta invasión y ocupación de ambas naciones por las tropas norteamericanas, coaligadas con los ejércitos del Reino Unido y de otros países, génesis de la enorme tragedia expandida después a Siria y Libia, Estados no gratos a Washington ni a otras capitales de la Unión Europea.
Mientras el expresidente norteamericano disfruta de un apacible y confortable retiro en su millonario rancho de Texas, sin ser acusado de crímenes de guerra a causa del millón de muertos iraquíes y la destrucción material que causó su aventura bélica en Irak en el 2003, o el exprimer ministro británico, Anthony Blair, balbucea una justificación sobre su sumiso apoyo a EE.UU., la nación árabe continúa inmersa en el caos y desangrándose, por las secuelas de esa ilegal, inmoral e innecesaria conflagración imperialista,
No es obvio recordar estos antecedentes y su vinculación con los abominables actos y atentados terroristas, que bajo pretendidos alegatos de rivalidades confesionales entre chiítas o sunnitas, tienen lugar en Siria, Irak, Yemen —donde ocupan extensas zonas del territorio de esos países— o los ejecutados en el Líbano, España, el Reino Unido, Alemania, Turquía, París, Bruselas, Estados Unidos, Rusia, Bangla Desh, Pakistán, India, Mogadiscio, Mali, Nigeria, Somalia, Egipto, Argelia, Túnez, Kuwait y Arabia Saudita, entre otras naciones, revindicados por esos grupos yihadistas.
Los perpetrados por el ISIS, que se proclama de confesión sunnita, al final días del sagrado mes musulmán del Ramadán, en la zona comercial del distrito central de Al Karrada y en el barrio Shaab, localidades de mayoría chiíta en Bagdad, la capital iraquí, dejaron un saldo de 300 muertos, un gran número de ellos niños y más de 150 heridos.
Estos atentados, evidencian la vesania y desesperación de los yihadistas ante los severos golpes propinados por las fuerzas de seguridad iraquíes a sus huestes, obligadas a desalojar la ciudad de Faluya, aunque todavía controlan amplias fajas de territorio en el norte y occidente de Irak, incluida la ciudad de Mosul, la segunda más grande del país.
Según estimaciones, el terrorismo fundamentalista, que aplica brutales métodos de atentados, asesinatos y ejecuciones masivas, decapitaciones, torturas, violaciones, saqueos y destrucción de reliquias patrimonios de la humanidad, ha cobrado 72 mil vidas de seres inocentes, 63 mil en países donde el Islam es la religión mayoritaria.
Estos grupos extremistas, que pretenden hacer del mundo musulmán un inmenso califato, expanden su mensaje por las redes sociales, que mediante una campaña también terrorista propagan sus acciones, falsean y manipulan para hacerlas aparecer a sus víctimas como victimarios y responsables de sus causas.
Es necesario y urgente poner fin a este genocidio, que ha cobrado ya más vidas y devastación que el causado por los bombardeos atómicos norteamericanos a las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, durante la Segunda Guerra Mundial, porque no es posible que la comunidad internacional, Naciones Unidas, sus organizaciones y los defensores de la paz, contemplen impasibles que el orbe se convierta en un califato o un inmenso coche bomba.