Por Claudia Zurita Delgado
Muchas historias cuenta el teatro de Gibara. El visitante puede pasar por su lado y no notarlo, confundirlo con alguna casa vieja o no prestarle atención. El muro de concreto que lo protege ha perdido el color y le han comenzado a crecer pequeños musgos desde el suelo. Por eso lo más normal del mundo es que usted, si no es poblador del lugar, no tenga ni la más remota idea de que eso alguna vez fue el glorioso templo de numeroso artistas nacionales e internacionales.
El lugar esta extrañamente desvencijado. Pedazos de madera sostienen la estructura. Al techo le faltan partes y la segunda planta, por la que se accede a través de una escalera rota, está inutilizable. El escenario, lo mejor conservado después del último arreglo, presenta un tapiz carcomido por el tiempo o por cualquier grupo de insectos.
Sin embargo, pese a todo, aún retiene la grandeza de sus días. Tiene ese aire antiguo, capaz de hacer cada función única. El misterio de acoger en su sala a la gran Isadora Duncan. El hecho, narrado de forma oral por sus habitantes, no quedó registrado en ningún documento. Solo se dice que por una rotura la goleta donde viajaba la artista encalló en la costa del municipio, y al conocer de la existencia de la instalación —conocida entonces como Casino Español— pidió, y se lo concedieron, bailar para el público.
Fundado en 1989, durante el estreno se presentó la prestigiosa compañía Palaos con 16 funciones seguidas para el deleite de sus habitantes. Al pasar de los años mostró también en sus predios la obra de los destacados Brindis de Salas, Esther Borja e Ignacio Cervantes.
Según cuenta Antonio Lemus Nicolau, historiador de la ciudad, uno de los conciertos más importantes fue el de Zenaida Manfugáz, prestigiosa pianista de la época. Solo opacado durante 5 minutos por un grillo ruidoso que hizo levantar de su silla a la mujer, mientras tocaba la Sonata # 5 de Domenico Scarlatti.
En audaz salto desde su banqueta, Zenaida persiguió al grillo por todo el escenario, hasta ponerle fin a su vida. Entre el vendaval de carcajadas, al final del pasillo, alguien vociferó a todo pulmón: ¡Ha muerto el grillo! Acto seguido, con total tranquilidad, la pianista regaló a los gibareños una de las mejores veladas de las que se tenga noticias.
“Aquí también vino Bola de Nieve. Se hospedó en el conocido hoy Hotel Ordoño. En ese entonces la mitad de la casa era parte de la residencia de Felipe Ordoño y el resto habitaciones de alquiler. La presentación fue única. La gente no cabía en el teatro y cada cual traía sillas y bancos de sus casas para no quedarse fuera”, recuerda Lemus.
Actualmente “El Colonial” sigue cerrado. Con más de 40 años de ausencia sus tablas extrañan los días de gloria, de música, danza y bullicio. El interminable ir y venir de los espectadores, los aplausos, las luces. Un feliz tiempo que debería volver.
Yo tengo amigos que me contaron que ese era un teatro de lujo y me contaro que una vez llegó un lote de madera preciosa para su restauración y que por arte de magia desparecieron.