Por Alina Martínez Triay y Felipa Suárez Ramos
Noche oscura que presagiaba peligro. En su puesto de observación en una trinchera de Playa Larga se mantenían alertas cinco integrantes del batallón 339 de Cienfuegos de las Milicias Nacionales Revolucionarias y tres alfabetizadores, procedentes de la cercana playa La Máquina, que pidieron quedarse allí cuando se fueron los moradores de la casa donde se encontraban. A este pequeño grupo, encabezado por Ramón Rafael González Suco, trabajador eléctrico de 22 años, la historia les reservó un papel inesperado pero decisivo: dar el aviso que frustró el factor sorpresa de la invasión mercenaria. Más de medio siglo después Suco, con su envidiable memoria, nos ayudó a reconstruir los hechos.
¿Cómo fue que pudieron informar del desembarco mercenario?
Nuestro batallón estaba en el central Australia. A mí me designaron para la playa porque había estado en ella cuando la movilización realizada por el cambio de Gobierno en Estados Unidos de Eisenhower para Kennedy. Conocía entonces el lugar y sabía de la existencia de una microondas que pertenecía a los constructores de Playa Larga y en ese momento la usamos con fines militares para comunicarnos con el central cada media hora.
Escogí personalmente a los cuatro hombres que me acompañaron: un carpintero, un soldador, un optometrista que había entregado su óptica a la Revolución y era nuestro cocinero, y un muchacho isleño, fuerte.
Como a las dos de la madrugada se sintieron los motores de una lancha. Teníamos una ametralladora BZ colocada en una trinchera que se abrió en el diente de perro, en forma de L, y como jefe del grupo decidí separarme, de forma tal que si había disparos no lo hicieran por allí. Monté la metralleta y grité el alto; no era una lancha de desembarco clásica, sino un lanchón, venía un hombre en la proa y se veían las cabecitas de otros a los lados. Sentí que montaban los fusiles, me tiré al suelo y lo que me pasó por arriba fue un manto de balas trazadoras. Sin saberlo ellos se iban acercando adonde estaba nuestra ametralladora…
Le grité al compañero que la operaba: ¡Duro, Israel! ¡Patria o Muerte!, y él empezó a tirarles casi a boca de jarro. Entonces se oyeron gritos, unos se tiraron al agua… después supimos que tuvieron cuatro bajas. Dio la casualidad de que la ametralladora se trabó. Los alfabetizadores que la estaban sirviendo voluntariamente como auxiliares tuvieron que empezar a sacar balas de la cinta y a ponerlas en el peine curvo y eso les dio tiempo a los invasores a alejarse.
Fui para la microondas para comunicar al central Australia que una lancha de regular tamaño, con unos 10 o 15 hombres a bordo, nos había hecho fuego al darles el alto. No estábamos conscientes de que se trataba de una gran invasión.
Después que lo comunicamos al Australia, nos orientaron que nos mantuviéramos informando mientras pudiéramos y posteriormente nos retiráramos por la carretera para unirnos a las fuerzas nuestras que iban a mandar hacia la playa.
Cuando regresamos vimos que en el otro extremo se encendía un farol verde —después supimos que fue el que usaron los hombres rana para hacer señales— y empezaron a disparar, con bastante mala puntería, hacia donde estábamos nosotros. Regresamos a la microondas e informamos lo que estaba ocurriendo. Nos ratificaron la orden. Aún no teníamos idea de la superioridad de ellos.
Disponíamos de metralletas con 90 tiros, un arma que al apretar el gatillo salen cinco o seis balas y se nos fueron acabando; a la ametralla- dora le quedarían 30 o 40 de las 200 que tenía. Cuando fui a la microondas vi que el bombillo color ámbar estaba apagado, lo cual indicaba que ya no había corriente para transmitir. Entonces decidí que hiciéramos un barraje de fuego contra los que se acercaban por la playa, para poder atravesar el edificio del balneario y salir por la carretera para unirnos a nuestro batallón, pero vimos que ya por ese camino había fuerzas mercenarias.
Decidimos regresar y escondernos en un edificio en construcción donde creíamos que no había nadie, pero en medio del tiroteo mercenario se habían refugiado allí campesinos del lugar.
Pasadas unas horas los mercenarios mandaron a registrar el local sin encontrarnos. Lo hicieron inicialmente con temor, porque allí se suponía que estaban escondidos los que les habían tirado. Más tarde se escuchó un ruido grande y de afuera gritaron que salieran los que estaban adentro con las manos detrás del cuello y los codos en alto. Empezaron a hacerlo los campesinos, y parece que alguien dijo que había gente armada, los mandaron a entrar de nuevo, y comenzaron a tirar al techo, la gente empezó a gritar y entonces pidieron que saliéramos los militares con las manos en alto. Yo pregunté si había garantías para nosotros; me respondieron: “Todas las que ustedes se merecen”, o sea, no era ni sí ni no.
Suco se detiene en su relato y acude a un escrito hecho por él mismo sobre los difíciles momentos vividos en manos de los mercenarios, para evitar que el tiempo le arrebate de la memoria los detalles. Es como si los volviera a vivir.
Un golpe en la nuca me hace sentir que se me escapan los ojos de las órbitas y caigo al suelo; dos o tres fuertes golpes en la espalda me tienden a lo largo, pierdo la noción de todo y un sabor a sangre me llena la boca. No veo y casi no puedo respirar. Voy volviendo poco a poco y siento que me llevan en vilo por brazos y piernas; halan de mi barba: alguien grita que me pongan de pie y me enfrento a un mercenario con lentes de gruesos cristales…
Emocionado por la lectura, retoma el recuento de los hechos
Fui testigo de verlos a ellos, por dentro, durante 22 horas: de nueve de la mañana del 17 de abril a las siete de la mañana del otro día, el 18, en que cayó Playa Larga.
Uno de los alfabetizadores se sentó a mi lado y puso la cabeza sobre mi hombro. Dos mercenarios entraron para hacer “labor política” con los que estábamos dentro, trataban de establecer una relación amistosa, y siempre decían que si era Fidel el que los cogía presos a ellos los fusilaba a todos, que ellos no lo hacían.
Uno le preguntó al brigadista de qué era su uniforme, él le respondió que de alfabetizador; el mercenario quiso saber de qué se trataba eso y la respuesta del jovencito fue enseñar a leer al que no sabe. Siguió preguntándole si él era comunista, a lo que el muchacho le dijo que no; pero el individuo aquel insistió, pero tú eres fidelista, y cuando el alfabetizador le respondió afirmativamente le espetó: Pues todos los fidelistas son comunistas, y la réplica no se hizo esperar: “Bueno, seré entonces comunista sin saberlo; pero yo soy fidelista”. El tipo se encabronó y yo le apreté la mano al muchacho para callarlo y evitar que le hicieran daño…
¿Cuándo tuvieron noticias del avance de las fuerzas revolucionarias?
Ya cayendo la noche se produjo la entrada de algunos tanques nuestros a la zona de Playa Larga. A uno le dieron un bazucazo en una de las esteras y empezó a girar sobre sí mismo hasta detenerse. De él sacaron a un tanquista. No se me olvidará nunca lo que dijo porque fue decisivo.
Lo llevaban casi en vilo entre dos o tres y lo condujeron ante el oficial mercenario al mando, quien le preguntó: “¿Cuántos tanques vienen ahí?”. La respuesta del tanquista fue: “Ni cien invasiones como esta los paran”. Entonces el oficial expresó: “Nos han embarcado”.
Ya amaneciendo escuchamos decir: “Se van, se van”. Al asomarnos vimos una escena terrible: sus camiones patinaban en la arena, llenos de gente; otros querían subir, pero mientras más se subían más patinaban, y los de arriba les daban con las culatas en los brazos a los que querían subir, y se fueron. No veíamos a nadie de ellos en la zona aquella. Una muchacha buscó una bandera cubana en la escuela, la pusimos en un palo, y salimos en fila de cuatro en fondo por la carreterita que iba al Australia. Finalmente nos encontramos con los tanquistas, que me mandaron en un yipi hacia donde estaba el capitán Fernández, en Pálpite.
¿Qué representó para usted haber vivido esa experiencia en la que pudo haber perdido la vida, con solo 22 años?
Al recordar los hechos, creo que fui un joven de aquellos tiempos, que tuvo la oportunidad de vivir esos momentos con una posición correcta, como lo hubieran hecho miles.