La escuela, se sabe, es el principal centro cultural de las comunidades. O al menos tendría que serlo. Las primeras nociones de una cultura artística y literaria se reciben, obviamente, en el seno de las familias. Pero es la escuela donde los niños consolidan ese conocimiento, reciben herramientas valorativas, amplían su espectro.
No habría que insistir en la importancia de las asignaturas de apreciación artística en los planes de estudios si no fuera por la evidente subestimación de la que son objeto por parte de muchos profesores y estudiantes.
Es más, se suele considerar que Educación Musical y Artes Plásticas son disciplinas menores, complementarias… y como tales se les juzga a la hora de las evaluaciones.
Lo cierto es que, en la formación integral de los estudiantes, el arte es tan primordial como las ciencias exactas, la lengua, la historia y las demás humanidades.
Subsiste una idea inexacta: los estudiantes no tienen necesariamente que ser artistas; los que tengan aptitudes y actitudes pueden ingresar en la enseñanza artística.
No todos los niños llegarán a ser artistas, al menos en el más estrecho significado del término, pero tampoco todos llegarán a ser ingenieros, médicos o abogados… ¿Significa que haya que menospreciar la enseñanza de las matemáticas, la biología o la educación cívica?
Los programas de estudio generales, fundamentalmente los de la primaria y la secundaria, dotan al niño de conocimientos elementales y progresivos, que desarrollarán su capacidad de pensamiento, análisis y comprensión del mundo.
No se estudia Educación Musical para aprender a solfear, sino para tener herramientas válidas para la apreciación y el más pleno disfrute de la música.
Y así con todas las artes
Pero está claro que ahora mismo hay deudas con puntuales manifestaciones, que no reciben en la escuela la atención que merecerían: el audiovisual, por ejemplo.
Y resulta paradójico, teniendo en cuenta el creciente impacto del cine, la televisión, el videoclip y otras tantas expresiones por el estilo en la adquisición de una cultura artística general.
Los esquemas de consumo cultural(1) han cambiado sensiblemente; y la lógica apunta a que cada vez tendrá más incidencia la “avalancha” de productos audiovisuales, independientemente de sus calidades y procedencias, en la conformación del gusto estético.
No es un asunto menor, pues tiene profundas implicaciones sociales, políticas y económicas: la cultura es un entramado múltiple.
En tiempos de apabullante globalización —que guarda en su base evidentes propósitos de dominación hegemónica— , es vital insistir en la preservación de las identidades nacionales (con el inmenso acervo cultural que garantizan), lo que no significa que se le dé la espalda a valores universales, a las más auténticas expresiones de la cultura en el mundo.
El arte es diálogo y diversidad. Los subproductos culturales suelen definirse por el monólogo empobrecedor, que homogeniza. Es la más pedestre lógica mercantilista.
No quiere decir que les falte capacidad de seducción. Es más, en esa espectacularidad vacía se sostienen. Mucho ruido y pocas nueces.
No hay inocencia en la promoción de la frivolidad como estilo de vida (todos somos, de hecho, en alguna medida frívolos): la pretensión es considerar a la gente consumidores potenciales, no necesariamente individuos reflexivos.
Hay que potenciar, entonces, las jerarquías artísticas; aprender a diferenciar el grano y la paja. Y para eso no hay que prohibir (una vocación represiva —aunque parta de “buenas intenciones”— es siempre reaccionaria), sino promover lo mejor.
Y el arte —el arte auténtico, cuestionador, antihegemónico— también puede ser fuente de disfrute (2).
Todos los ciudadanos tienen el derecho de acceder a expresiones contundentes del arte y la literatura, que constituyen unos de los más preciados patrimonios de la humanidad.
Cierto es que hay disímiles sensibilidades, que hay que respetar las preferencias y las personalísimas necesidades. No se puede imponer un gusto, pero sí se puede influir, ayudar a conformar.
Y es una responsabilidad compartida: la familia, las instituciones culturales, los medios de comunicación… Pero la escuela es un espacio básico, insustituible.
Apreciación audiovisual tendría que ser ya una asignatura curricular. Desde la primaria, convendría que los niños pudieran apreciar obras valiosas, acordes a la edad, portadoras de valores, sólidas propuestas estéticas.
A medida que el estudiante avance por los diferentes grados habría que ir ampliando el espectro (películas, documentales, series…), ofreciéndole también herramientas para la valoración, y respetar las jerarquías artísticas.
Es una tarea que necesitará de un mayor empeño de los maestros (probablemente será preciso contar con personal especializado), y de cierto aseguramiento tecnológico. No es una tarea fácil, pero urge.
Hay quienes ponen el grito en el cielo cuando se enteran de que cientos de miles de cubanos “consumen” entusiastamente programas-basura de la televisión extranjera. Caso cerrado, por ejemplo. Algunos, incluso, creen que la solución es la redada, la prohibición terminante. Eso, más que resolver, crearía más problemas.
En realidad, el camino más efectivo (y el más ético y humanista) es la educación. No es el único, pero es el primero. Hay que aspirar a que todos los niños sepan leer y escribir, que sepan las tablas de multiplicar. Pero también deberían aprender a “ver”. Y no solo los niños, claro; pero sobre todo los niños.
(1) Usamos la expresión “consumo cultural” a sabiendas de que es rechazada por no pocos intelectuales e investigadores, que la asocian a prácticas mercantilistas. El arte no es, por supuesto, un producto más. Pero convengamos en que muchas de las maneras en que llega a la gente están mediadas por esquemas más o menos comerciales.
(2) Muchos creen que la belleza y la espectacularidad son necesariamente sinónimos de superficialidad. Otros creen que la densidad debe ser condición de lo profundo y contundente. Lo cierto es que el arte no es por esencia aburrido y gris. En Cuba todavía hay que librar la batalla por la belleza.