Alguien llamó a Alicia Alonso “la artista nacional”, y aunque el título no esté refrendado por ninguna ley, parece indiscutible ante la evidencia luminosa de una vida consagrada al arte, una perseverancia que no conoció puntos muertos, un desempeño extraordinario, un compromiso declarado y defendido con el acervo de un pueblo.
De Alicia habría que decir también que fue (que es) inspiración y puntal de algunas de las más grandes realizaciones de la cultura cubana.
Primero que todo es bailarina, pero además es maestra de generaciones completas, animadora incansable, musa de poetas, músicos y pintores… hasta el punto de que su obra desborda los ámbitos de la danza y se hace cuerpo palpitante en todas las manifestaciones artísticas.
Lo escribimos hace algunos años en este periódico: Alicia es su propio monumento.
Casi todos los grandes intelectuales que han sido testigos de su arte a lo largo de prolíficas décadas le han dedicado elogios enfáticos, que ubican a la bailarina a las puertas mismas de la leyenda. Pero ninguno parece exagerado. Cuando Alicia bailaba, ciertamente se instauraba una atmósfera singular, una energía inefable que implicaba a todo el público.
Ella, sobre el escenario, era el eje de un sistema de hondas resonancias metafóricas. Con Alicia bailaba Cuba, aunque bailara algo que a primera vista nos resultara ajeno.
Esto no tiene que ver con la suficiencia técnica ni con la capacidad para asimilar estilos, sino con la peculiar manera de recrear “lo cubano” en los moldes de un arte universal.
Pero hablemos también de la técnica y la interpretación. Si uno ve ahora las filmaciones de Alicia de hace cincuenta años nota que la manera de bailar es muy contemporánea. Asumiendo incluso la extraordinaria evolución del ejercicio puramente técnico en el arte del ballet, la bailarina sorprendería hoy, en tiempos de proezas y líneas depuradas.
Pedro Simón, su esposo y director del Museo de la Danza, lo definió un día durante una conversación: “No es que el arte de Alicia sea contemporáneo; es que es atemporal”.
Alicia Alonso no se conformó nunca con repetir acríticamente los cánones de una época, seguir modas o tendencias circunstanciales. Siempre aspiró a la esencialidad, aprovechando su gran intuición, su talento natural y las enseñanzas de sus maestros.
Pero el gran mérito de Alicia, más allá de la expresión cotidiana de su arte, es haber multiplicado un patrimonio. Ella pudo haberse desentendido, haberse regodeado en su realización personal. Pero fue protagonista de una tarea que la eterniza: la fundación de una escuela cubana de ballet, de una compañía de referencia, de un movimiento que ha ubicado a Cuba en el mapa universal de la danza y que ha fructificado en un riquísimo entramado.
Está claro que sin el apoyo decidido de una institucionalidad la historia hubiera sido diferente. Pero sin Alicia, sin Fernando Alonso, sin los grandes maestros de los primeros años, probablemente no hubiera ballet en Cuba, no al menos como lo asumimos ahora: arte compartido por miles, arte de un pueblo entero.
Alicia Alonso es nuestro orgullo. Orgullo, incluso, de los que nunca han visto una función de ballet. Heroína del Trabajo de la República de Cuba, ha devenido ejemplo de tesón y de abnegación útil. Algunos buscarán (y encontrarán) sombras en su itinerario. Alicia es una mujer, un ser humano, con virtudes y defectos. Pero nadie podrá ignorar el gran privilegio de haber sido su contemporáneo, de tenerla entre nosotros, símbolo vivo del sueño martiano de un país mejor, más pleno, luz en el concierto de las naciones.
Nuestra Alicia es Tepsícore descendida del Olimpo.