René Camilo García Rivera, estudiante de Periodismo
Septiembre de 1973. Santiago de Chile se ha vuelto loco. Están bombardeando al Presidente. El pueblo corre a guarecerse del rocío de plomo. La casa sagrada es saco de boxeo, o cabeza de puntilla, o pelota de béisbol para bate. El Ejército, puños y martillo (sin hoz), sacudiendo a La Moneda. Dentro, como un cascarón de huevo, el despacho estremecido.
Los francotiradores de enfrente puntean las ventanas. Y dentro permanece el Presidente. Santiago de Chile se ha vuelto loco. “Mis palabras no tienen amargura, sino decepción. Y van en ella el castigo moral a los que han traicionado el juramento que hicieron”, dice por la radio antes que la silencien. Los generales —zonas donde las ratas se ennoblecen, al decir de Cortázar—, exigen la rendición incondicional. Pero “solo acribillándome a balazos…”
“En este instante los aviones pasan sobre La Moneda. Seguramente nos van a ametrallar. Nosotros estamos serenos y tranquilos. El holocausto nuestro marcará la infamia de los que traicionaron la patria y el pueblo”, continúa la voz del Presidente. ¿Quién que lo escucha no tiembla?
El anciano resulta demasiado terco. Está decidido al sacrificio. Lo ampara un fusil AK, un puñado de amigos y la razón de la historia. El General Palacios decide tomar el palacio de Gobierno. Están bombardeando al Presidente. La casa explota en pedazos. El despacho se estremece. Las ventanas se salpican. Los soldados derriban la puerta. Santiago se ha vuelto loco. Palacios telegrafía: “Misión cumplida. Moneda tomada, Presidente muerto”. Los aviones aterrizan. Chile comienza la pesadilla.