Carlos Ruiz de la Tejera tenía la sonrisa más famosa de Cuba, contenida por una boca tan grande como su arte. Bastaba verlo sobre un escenario para saber que por al menos unos minutos el mundo parecía ser un lugar mejor.
Actor donde los haya, aunque una parte de su trabajo incluyó la interpretación de textos dramáticos y poemas, prefirió apostar por la difícil senda del humor, consciente de que hacer reír y reconfortar a los demás es una de las tareas más hermosas –y complejas– del mundo. urante años paseó su arte por el cine, el teatro, la radio y la televisión cubana, arrancando risas con su estilo inimitable, lleno de hábiles juegos de palabras, histrionismo y capacidad de encontrar el costado satírico de cualquiera de nuestras tragedias cotidianas. Sus achispados monólogos, en los que reflexión y crítica se daban la mano, son de los mejores documentos que podría revisar cualquier persona interesada en repasar la historia de Cuba del último medio siglo.
En pleno período especial, cuando parecerían escapársenos las razones para andar felices, fundó en el Museo Napoleónico una peña que mantuvo fielmente hasta el último día. Como buena peña, no fue este un espacio para el regodeo personal, sino una plataforma cultural en la que se daban cita artistas de las más diversas manifestaciones, y en la que era un anfitrión amable que propiciaba el contacto del público con muchos talentos no muy conocidos.
Con la muerte el pasado viernes 3 de julio de Carlos Ruiz de la Tejera (a un mes de cumplir los 83 años) Cuba ha perdido la fuerza de un ser que ha encarnado como pocos artistas la alegría de estar vivos, uno cuya máxima aspiración como humorista fue que “el hombre riendo se supere, rompa los mitos que lo atan y sea más feliz”.
Pienso que es el único artista que convirtió la risa en una verdadera ciencia, y que su trabajo fue un legado de arte en cada genial actuación que presento desde el inicio de su vida artista