El 25 de marzo de 1895, pocas semanas después de haber comenzado la Guerra de Independencia, José Martí y Máximo Gómez firmaron el documento El Partido Revolucionario Cubano a Cuba, que pasaría a la historia patria como Manifiesto de Montecristi, por haber sido redactado en esa localidad de la República Dominicana, donde en aquellos momentos ambos jefes, junto a otros patriotas, esperaban la oportunidad de incorporarse a la contienda, lo que sucedería en breve.
El texto sintetiza los principios fundamentales que motivaron el inicio de la lucha armada contra el colonialismo español, las causas que la hicieron inevitable, expone los objetivos de la guerra y la capacidad del pueblo cubano para obtener la victoria y fundar una república democrática, así como la importancia universal de la independencia cubana. Divulgar la doctrina de la revolución era decisivo para enfrentar las campañas del enemigo, que desde las primeras escaramuzas intentó confundir a las grandes masas de la población para restarle apoyo a la lucha y crear temores entre los españoles residentes en Cuba. Es por ello que el Delegado del Partido Revolucionario Cubano expresó: “De pensamiento es la guerra mayor que se nos hace: ganémosla a pensamiento”.
Las fuerzas revolucionarias entraban en este nuevo período bélico con experiencias acumuladas durante la Guerra de los Diez Años, de la cual era continuador. Las lecciones militares y políticas del primer intento armado servirían a quienes reiniciaban la contienda para valorar acertadamente las profundas causas que justificaban el llamado a un nuevo enfrentamiento. Los elementos dispersos en 1878, y sin organización tras la Guerra Chiquita, llegaron unidos a la de 1895.
La esclavitud, abolida en 1886, no constituía motivación central en 1895, pero continuaban presentes las causas para la inaplazable búsqueda de la independencia absoluta. El Manifiesto ratificaba los objetivos anticolonialistas, y con sabiduría destruyó el argumento del enfrentamiento nacional, pues expuso que la guerra no se hacía contra los españoles, sino contra la dominación foránea, “el vicio, el crimen y la inhumanidad”. Trazaba una definida política para atraer y neutralizar a quienes honradamente sentían más como peninsulares —por nacimiento o por intereses económicos y sociales— que como cubanos, demostrándoles el beneficio común, para todos en la isla, de una guerra breve y humana, tras la cual el país se incorporaría a la civilización moderna, libre de las trabas y los monopolios comerciales caducos impuestos por la metrópoli, con un pueblo dispuesto al trabajo creador.
A la vez señalaba, con energía fuera de toda duda, el principio fundamental que regiría la contienda: “No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad”.
Se convocaba a hacer primar la sensatez por encima del odio irracional, lo cual evitaría los errores pasados y conduciría hacia una nación abierta y franca para todos. Ningún sector de la población sería excluido durante la lucha ni en la futura república, y era necesario desvanecer los intentos de división basados en prejuicios y mentiras.
El Manifiesto revelaba la falsedad del antiquísimo argumento divisionista del “peligro negro”, esgrimido desde antaño contra toda posible insurrección o levantamiento por la justicia. El pretexto de tal temor no era más que “el miedo a la revolución”, alentado “por los beneficiarios del régimen de España”. Hombres y mujeres de las más diversas mezclas de pigmentación habían poblado las filas de la revolución en la isla y en las emigraciones, donde, en el crisol del combate o del trabajo, se había depurado lo más insano de tales prevenciones.
Y si en algún caso surgieran quienes se desviaran de aquellos sentimientos de hermandad, no había temor alguno de choques violentos por motivos de mayor o menor oscuridad en la piel, pues las fuerzas sanas del país, fuera cual fuese su color, extirparían el peligro momentáneo.
Otro argumento contra la revolución se proponía demostrar la inutilidad de aquel enfrentamiento contra el totalitarismo hispano, al insistir en la idea de la imposibilidad de evitar la repetición en Cuba de lo sucedido en los diversos países de América Latina, donde continuaron las pugnas intestinas tras la independencia, dirimidas en guerras civiles que prolongaban la inestabilidad durante decenios, con el predominio de Gobiernos dictatoriales. No eran estos los problemas de Cuba, explica el documento, cuyo pueblo tenía aptitudes suficientes para obtener el triunfo y evitar los desaciertos ya conocidos, gobernarse por sí mismo y defender la identidad nacional. Los elementos cohesionadores excederían a los de disolución y parcialidad que pudieran destruir la república al nacer.
Para garantizar este propósito, y evitar los errores que condujeron a otros países a la tiranía y al caudillismo, las fuerzas revolucionarias se proponían un acertado ordenamiento, un Gobierno en medio de la guerra que posibilitara la dirección de los asuntos civiles de los territorios liberados, asumiera la representación en el extranjero y facilitara la libertad operacional del ejército; garantizara el desarrollo de la contienda dentro del respeto a las normas del derecho ciudadano, necesarios para la consolidación de la nación cubana desde la etapa bélica, mediante el logro de la unidad de todos sus elementos componentes, sin la imposición por el poder civil de trabas a los combatientes —una de las causas del fracaso de la Guerra de los Diez Años—, ni el desarrollo de una casta militar que condujera a luchas intestinas debilitadoras y, por ende, a la inestabilidad durante el conflicto y luego de la conclusión de este.
El documento programático no promete, sino llama a apoyar la única vía que permitirá alcanzar un país donde el bienestar podrá obtenerse mediante el trabajo libre, abierto a todos, no por el contubernio con las autoridades coloniales. Del enfrentamiento a estas, y luego de lograda la independencia, se abriría “a la humanidad una república trabajadora”, donde tendrían cabida cubanos y españoles virtuosos, juntos por su condición de personas laboriosas, en el rechazo de la pereza y la arrogancia, sean artesanos o empleados, campesinos o comerciantes, dispuestos a crear por sí mismos el bienestar honrado, sin la zozobra y los temores ante la arbitrariedad del dominador foráneo, con el objetivo de fundar una patria para “la paz del trabajo”.
La guerra de Cuba no se reduciría a propósitos localistas, tenía alcance americano y universal. Los combatientes en la isla luchaban para lograr la fundación de una república donde los elementos populares tuvieran amplia participación democrática y disfrutaran de la justicia social. La nación aspiraba a este ideal político, con lo cual contribuiría al “servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo”. Quedaba implícito el previsible enfrentamiento al poderoso vecino del norte, única fuerza en el área interesada en el dominio continental. No es mencionado por su nombre en el documento, pero durante el siglo XIX había dado muestras de sus propósitos avasalladores, de los cuales el más notable fue la guerra de rapiña contra México en los años 40, cuyo resultado fue la pérdida de más de la mitad del territorio de la nación latinoamericana. En el periódico Patria fueron publicados diversos artículos analíticos en los cuales se advertía sobre este peligro, y fue elaborándose una estrategia para hacerle frente, si fuera necesario, o evitarlo mediante la unión continental y los vínculos con otras potencias rivales de los Estados Unidos.
El documento, concebido a fines de la pasada centuria como un arma ideológica de la batalla contra el colonialismo hispano y frente a las amenazas del naciente imperialismo norteamericano, constituye hoy una motivación para el análisis del valor conferido por el Maestro a los objetivos nacionales y de alcance universal de los esfuerzos de la mayor de las Antillas ante los sucesivos Gobiernos estadounidenses, cuya oligarquía persiste en los propósitos de dominio continental, sobre todo frente al pueblo cubano, seguidor de quienes marcaron el camino, con intransigencia y sensatez, para mantener su soberanía, su independencia y su libertad.
* Doctor en Ciencias Históricas. Investigador del Centro de Estudios Martianos