Lo mejor de La magia de la danza, el espectáculo que el Ballet Nacional de Cuba presentó en su primera temporada del año, es la oportunidad de tomarle el pulso al trabajo de jóvenes valores del elenco. De acuerdo, siempre es un placer ver a tantas primeras figuras en una sola noche, pero esta antología del ballet del siglo XIX, en versión de Alicia Alonso, ofrece casi siempre roles principales a solistas emergentes. Es, de alguna manera, el preámbulo de los grandes debuts.
A juzgar por la seguridad y el entusiasmo con los que Lissi Báez asumió su Swanilda, está claro: ya está preparada para estrenarse en el papel protagonista de Coppelia. Su capacidad de girar es asombrosa; su línea de danza, fluida… pero lo mejor es el compromiso con el estilo y el personaje.
Otros solistas también han convencido: Dayesi Torriente interpretó el adagio del segundo acto de El lago de los cisnes con serena corrección; Serafín Sánchez y Alejandro Silva están listos para empeños mayores. Luis Valle tiene condiciones, pero le convendría un poco de sosiego: el ballet no es (no tendría que ser) una competencia de proezas técnicas. Y otro consejo, que le viene muy bien en ocasiones al bailarín principal Adrián Molina: es mejor hacer dos piruetas bien, que cinco sin la certeza de cerrarlas correctamente.
Un último párrafo para el cuerpo de baile: hace falta más trabajo en los salones de ensayo. En el fragmento de Giselle, como es habitual, luce muy bien. Pero en otros bailables es evidente cierta falta de homogeneidad, que desluce y resta contundencia. Resulta notable la incorporación de jovencísimos bailarines, a los que obviamente