Iguala: la noche del 26 de septiembre

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Por: Esteban Illades, Revista Nexos

40 días han transcurrido ya desde que el 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, seis personas murieran y 43 más fueran desaparecidas por las autoridades locales y grupos de crimen organizado. 33 días han pasado desde que el gobierno federal tomara las riendas de la investigación. En la búsqueda de los estudiantes no se han encontrado sobrevivientes, sólo ceniza.

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La Procuraduría General de la República (PGR) anunció el día 4 de noviembre –al mes exacto de atraer la investigación– que el presidente municipal con licencia, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda, habían sido detenidos. Se les acusa de haber dado la orden de acorralar, disparar y acribillar a los estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, en Ayotzinapa. Sin embargo, sus declaraciones no han sido reveladas.

Si es que algo han confesado, ya que se ha reportado que por lo menos Abarca no ha dicho nada.

Hay conductas, eventos y acciones que dan contexto a lo sucedido, que explican cómo pudo ocurrir algo de tal magnitud, pero no hay una causa clara: 43 estudiantes han desaparecido y no sabemos por qué.

Lo que ahora podemos narrar, a partir de distintos testimonios recabados de normalistas, testigos e investigaciones periodísticas –aunque con varias lagunas que la autoridad deberá llenar en algún momento– es qué ocurrió la noche del 26 de septiembre.

“Cada año hacíamos lo mismo”

El 26 de septiembre, alrededor de las seis de la tarde, entre 60 y 70 estudiantes salieron de Tixtla, con destino a Iguala, aproximadamente a 130 kilómetros de distancia. Explica Carlos, uno de los sobrevivientes, que su interés era “botear”, o recaudar fondos para sus estudios y sus cultivos. También asegura que ninguno de los estudiantes sabía que en ese momento se llevaba a cabo el segundo informe de labores de María de los Ángeles Pineda, entonces presidenta del DIF municipal.

El otro interés de los estudiantes era tomar autobuses de pasajeros, retenerlos, y utilizarlos para sus prácticas de campo. Esto, según Omar García, un estudiante de segundo año de la Normal, se les perdona de cierta forma por el conductor y la compañía. “Hay lo que nosotros llamamos una carta de liberación, donde se especifica ‘Normal Rural de Ayotzinapa, dirigido a la empresa tal’, se le dice ‘se retuvo los días ta ta ta, por el motivo tal, por lo que solicitamos le reembolse al chofer los gastos que hemos hecho. Por su cooperación muchas gracias’”.

Las prácticas de campo, como relata el profesor Jorge, egresado de la Normal hace décadas, son viajes en los que los alumnos observan trabajar a los maestros. “Se trataba de que el muchacho viera cómo es la entrada, la hora del recreo y la salida. Cuáles son los monumentos a los que lleva el maestro a los niños. Los muchachos llevan su diario de campo, su diario de observación, también llevan guías que les dan en otras asignaturas en las cuales van rellenando lo que van viendo”.

El día que los estudiantes –en su mayoría de primer año, por costumbre de la escuela– fueron a Iguala, recuerdan, iban por dos o tres autobuses para hacer el recorrido de prácticas en la Costa Chica, entre Acapulco y Oaxaca, y después incorporarse a una manifestación en recuerdo por el 2 de octubre.

Al llegar a la ciudad se hicieron con un autobús Estrella de Oro y dos de Costa Line.

Originalmente iban a Chilpancingo por ellos, pero un operativo de la policía les impidió acceso. Fue por ello que decidieron “retener” uno que iba hacia Iguala, y que ya tenía pasaje. El chofer aceptó llevarlos, pero primero fue a dejar a sus pasajeros a la Central de Autobuses, ubicada en la calle de Salazar, a un costado del mercado municipal, en pleno centro de la ciudad.

El problema era que, para salir al Periférico, en cualquiera de sus direcciones, tenían que tomar una de las avenidas principales de la ciudad, y pasar cerca de la Plaza de las Tres Garantías –el zócalo–, donde la fiesta de Pineda estaba en su máximo momento. Según los testimonios, eran cerca de las ocho de la noche cuando, a bordo de los tres autobuses, intentaron emprender el camino hacia a Chilpancingo.

Pero las patrullas municipales se les cruzaron en el camino. Hubo disparos, primero al aire y después hacia los autobuses. Los autobuses aceleraron y rompieron el cerco. Según testimonios, los policías gritaron que se fueran, porque si no los iban a matar. El discurso de Pineda estaba por terminar, y su esposo, así como el comandante del 27 Batallón de Infantería, estaban observando desde la primera fila. Los alumnos relatan que no hubo heridos.

Éste es el primero de tres enfrentamientos con hombres armados. Los normalistas no traían nada, sólo piedras que recogían mientras escapaban.

A vista de todos

Otro de los estudiantes, Uriel, narra que al intentar salir de la ciudad, los empezaron a perseguir más patrullas municipales, que les impidieron el paso al crear una barricada enfrente de los autobuses, a la altura del Periférico. “Normalmente lo primero que hacen es el diálogo. Esta vez nos sorprendió porque no fue así. Nosotros nos bajamos y alzamos las manos para dialogar y fue cuando nos empezaron a disparar. Un compañero recibió un balazo en la cabeza”.

No todos los normalistas bajaron de los camiones al empezar la balacera. “Alrededor de 25 nos escondimos entre los dos autobuses de Costa Line”, relata el sobreviviente. Él y otro compañero intentaron mover una de las patrullas que bloqueaban la salida al Periférico. Al empujar la patrulla pasaron las balas a escasos centímetros de Uriel. Una de ellas hizo impacto en el cráneo de su compañero Aldo Gutiérrez Solano, de 19 años y originario de Tutepec, en Ayutla. El disparo, proveniente de un AR-15, fue fulminante. Aunque los normalistas, con ayuda de una ambulancia, consiguieron trasladarlo a un hospital, Gutiérrez se encuentra en coma y ha perdido el 65% de la función cerebral. En caso de que sobreviva, jamás podrá volver a interactuar con otra persona.

Los disparos continuaron, tal vez media hora, tal vez una hora más. Uno de los policías, según otro sobreviviente, de nombre Alex, se reía mientras ocurrían los tiros. Entre la refriega, alcanzó a escuchar que gritaba: “En Iguala tenemos una ley. A todos los que agarramos, si los quieren encontrar, los van a encontrar muertos”.

Los estudiantes ya habían mandado mensaje por celular a la sección local de la CETEG, el sindicato de maestros. También a sus compañeros en Tixtla, que venían regresando de hacer sus prácticas en la Costa Chica. Los trabajadores de la CETEG llegaron rápido, y con ellos también apareció la prensa. Varios recuerdan a un reportero que parecía ser de Televisa, y que traía su propia cámara.

Los compañeros que estaban regresando a la escuela –entre los cuales se encontraba Omar García–, abordaron una vez más las camionetas modelo Urvan que tenían para transportarse. Dice Omar que iban “demasiado rápido” y que se “pudieron matar” en el camino. Pero lo único que querían era llegar con los de primer semestre. Según él, la sola presencia de más normalistas podría servir para desactivar el conflicto. No fue así.

Hubo una pausa en los disparos. De horas, según testigos. Para algunos parecía ser el fin del castigo. Los municipales habían bajado a otros estudiantes, y comenzaban a ponerlos contra el suelo para detenerlos. No se sabe por qué. También recogían los casquillos que habían disparado para limpiar la escena.

Pronto llegaron otras camionetas modelo pick-up, entre ellas una roja de doble cabina. De ahí salieron encapuchados vestidos con ropa de civil. Y con armas de un calibre mucho más grueso. Mientras los policías portaban pistolas nueve milímetros, los nuevos atacantes contaban con rifles y fusiles con cargadores de disco. Francisco, otro estudiante, los describiría días después como miembros de los Guerreros Unidos.

La refriega fue mucho peor. Volaron ventanas de los autobuses, llantas; todo quedó perforado. Llegaron las Urvan de la Rural. Cuando Omar logró subir a uno de los autobuses, veía “chorros de sangre” y “sangre coagulada” en los asientos. A las personas que disparaban poco parecía importarles que estuvieran rodeados de gente. El reportero con la cámara huyó. Si grabó algo con ella no se sabe, pues los videos que circulan en redesfueron tomados por celular. Los testigos comenzaron a correr. Y también algunos de los estudiantes, en varias direcciones.

Dos de ellos fueron alcanzados por las balas. Daniel Solís Gallardo y Julio César Ramírez Nava. Solís era de Zihuatanejo y tenía 18 años. Antes de ingresar a la Normal había vivido con su familia en una casa de láminas de cartón. Ramírez tenía 23 años. Cuando le entregaron el cuerpo a su madre, ella preguntó en voz alta: “¿Cómo voy a hacer para enterrar a mi hijo si no tengo para comer?”.

Un tercero, también de nombre Julio César (Mondragón Fontes), apodado “El Chilango” por haber vivido en el Distrito Federal, aunque originario del Estado de México –fue guardia en el centro comercial de Santa Fe antes de ingresar a la Normal–, sufrió un destino mucho peor. “El Chilango” acababa de regresar a la escuela después de escaparse unos días para ver a su hija, que había nacido dos meses antes. Había ingresado a la Normal después de haber sido expulsado de otra –por ausencias para ayudar a sus padres–. Mondragón intentó correr pero fue detenido por uno de los “civiles” que disparaban. Al ser agarrado, le escupió en la cara al captor. Al día siguiente su cuerpo fue encontrado en un basurero. Había sido desollado. Su familia lo reconoció por la bufanda alrededor del cuello.

Apenas a esa hora –cerca de las 11– fue cuando la Procuraduría Estatal dice recibir los primeros reportes de que algo sucede cerca del Periférico de Iguala.

Omar y otros compañeros, uno de ellos Edgar Andrés Vargas –actualmente en espera de cirugía reconstructiva tras perder la mandíbula por un disparo– intentaron buscar atención médica. Se refugiaron en la primera clínica que vieron, donde les negaron atención por no tener un cirujano de guardia. Entonces, dicen, aparecieron los militares. “Nos decían cállense, ustedes se lo buscaron”, cuenta Omar. Les quitaron sus pertenencias, los catearon. Los estudiantes sólo imploraban que les consiguieran una ambulancia, pues Vargas se desangraba. Después de varios minutos, les devolvieron lo que les habían quitado, y a regañadientes admitieron que no los buscaban a ellos. Dijeron que llamarían a la ambulancia, cosa que nunca sucedió. La tuvieron que encontrar por sus propios medios.

Mientras tanto, Uriel se escondía en un terreno baldío. Dice haber pasado seis horas entre matorrales.

Al mismo tiempo, un taxi circulaba por la zona. Blanca Montiel Sánchez, su única pasajera, murió al momento a causa de la balacera.

Un cuarto autobús apareció; también con dirección Chilpancingo, pero sin ninguna relación con los normalistas. Transportaba a tres árbitros y a un equipo de futbol de Tercera División. Los Avispones venían de ganarle 3-1 de visita a las Iguanas, e iban de regreso a casa. No queda claro si los confundieron, pero también fueron objeto de la furia de los tiradores. Victor Manuel Lugo Ortiz, chofer del autobús, recibió un tiro en la cabeza. Falleció instantáneamente. David Josué García Evangelista, de 15 años, con una pierna zurda envidiable y sueños de llegar a Primera División, también perdió la vida.

Los policías municipales, en colusión con los otros tiradores, utilizaron las patrullas para llevarse a cuanto estudiante pudieron. En un video se ve cómo, después de que termina la balacera –a primeras horas de la madrugada– transportan en la parte trasera de las patrullas a los normalistas. La versión relatada por el Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, sostiene que los llevaron a la comandancia local, donde fueron entregados a policías de Cocula, el municipio colindante.

En los días posteriores, cuando los estudiantes hicieron cuentas, y cuando aquellos que se habían escondido regresaron, notaron que todavía faltaban varios. La Procuraduría local dijo que tenían el reporte de 43 desaparecidos, cuando en un inicio se había dicho que eran 57. Los familiares y los estudiantes terminaron por aceptar la cifra oficial, aunque por semanas su número fue distinto. Faltaban 38.

Un normalista de nombre Ernesto, en compañía de otros sobrevivientes, fue a la comisaría local. No se sabe si horas o días después de lo sucedido. Vio a Felipe Flores, secretario de seguridad, y primo de Abarca, quien sin parpadear le dijo que ahí no había llegado ningún detenido y que a él no le constaba que hubiera habido un tiroteo en Iguala la noche del 26 de septiembre.

 

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