La voladura de un sueño

La voladura de un sueño

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Aquel miércoles de 1976, frente a las costas de Barbados, cayeron al mar mucho más que medallas. Con el vuelo CU-455 se perdieron en las aguas del Caribe miles de historias, las risas y futuros de jóvenes que apenas comenzaban a desandar la vida con la alegría que proporcionan los 20 años y los triunfos recientes.

Ese 6 de octubre, del aeropuerto de Seawell, despegó el DC-8 perteneciente a Cubana de Aviación con 73 almas a bordo. Su travesía debía llevarlo hasta La Habana, pero a las 12:23 minutos de la tarde una explosión cambiaría el curso previsto.

Es imposible saber qué sucedió en los últimos minutos, en aquellos terribles segundos que precedieron el desastre. Apenas existen unas líneas de comunicación, algunas indicaciones y permisos concedidos de inmediato para regresar a la pista, luego solo el silencio.

Desde entonces han pasado 38 años, pero en la memoria colectiva siguen latientes los días posteriores: el duelo general, el llanto, la rabia atravesada en la garganta. Casi cuatro décadas después, los cubanos aún se estremecen con la grabación proveniente de la cabina, el último vestigio de vida del vuelo CU-455.

Julio César González y Miguel García no esconden las lágrimas, hablar de sus alumnos y compañeros de trabajo resulta un choque de sentimientos que los transporta al entrenamiento de aquella tarde, cuando Julio recibió las primeras noticias del accidente en las instalaciones de la actual Universidad de las Ciencias de la Cultura Física y el Deporte Manuel Fajardo.

“A todos los conocía muy bien y a varios los había captado y entrenado desde que eran niños, como es el caso de José Ramón Arencibia, a quien quería como un hijo”, explica Julio César, formador de floretistas y espadistas del equipo nacional por varias décadas.

En 1976, él era tesorero de la Confederación Centroamericana y del Caribe de Esgrima y aunque debía viajar al torneo con el presidente (Demetrio Alfonso) y el secretario (Luis Morales), finalmente se quedó en Cuba. Por eso hoy sigue vivo.

Para este hombre recordar se convierte en pesadilla. A pesar del tiempo transcurrido no se explica cómo pudieron confluir tantos detalles que colocaron al equipo de esgrima en aquel avión.

“Además de todos los tropiezos con el visado y el viaje para poder llegar a la competencia, el CU-455 no era nuestro vuelo, pues allí debían volver los Van Van que estaban de gira por Venezuela en ese momento, pero la orquesta recibió una invitación desde Panamá y en el último minuto, gracias a una gestión de Demetrio, el equipo pudo cambiar sus boletos para regresar todos juntos”, explica.

También cuenta que ante la incertidumbre de los primeros minutos intentó hallar confirmación en la Comisión Nacional, pero no llegó a la oficina. En el camino le impusieron la certeza: el avión y todos los pasajeros habían caído al mar frente a la vista de cientos de bañistas esa tarde, apenas 25 minutos después del mediodía.

“No sé exactamente qué tiempo estuve llorando antes de regresar a recoger mis cosas y suspender el entrenamiento, pero lo peor fue después, cuando tuvimos que avisar a las familias”. ¿Cómo explicar a un padre que su hijo de 20 años ha muerto? ¿Qué se le dice a una familia cuando uno mismo no consigue entender?

Los siguientes 10 días fueron imborrables para Julio y Miguel. En ese tiempo fue necesario identificar lo poco que encontraron de los cuerpos, acompañar a las familias y prácticamente vivir en la Ciudad Deportiva; “pero el mar de personas reunidas en la Plaza de la Revolución el día del entierro fue impactante, algo que aún puedo ver si cierro los ojos”, asegura Julio César, quien tiene tatuado en la memoria el llanto de las madres, el dolor infinito de la muerte y la impotencia que se ha prolongado por casi cuatro décadas.

Ambos profesoress tenían con los esgrimistas una relación estrecha, un vínculo de amistad que trascendía las pistas y los convertía en familia, en padres de jóvenes que habían visto crecer.

“Era un grupo de deportistas excepcionales, quizás la mejor generación de la esgrima en Cuba. Muy entregados y puntuales con el entrenamiento pues hacían lo que les gustaba, por eso el peor castigo para ellos era ser suspendidos de las sesiones”, explica Miguel, quien se desempeñaba como segundo entrenador del equipo nacional de florete femenino y estuvo en la lista de suplentes hasta solo tres días antes de viajar a Venezuela.

“Eran mis alumnos y mis amigos. Y siempre estaban organizando alguna forma de divertirse. Solo puedo imaginar cómo venían de contentos en el avión luego de obtener todos los títulos y cumplir con lo que esperábamos de ellos”, afirma.

Menos de un mes antes del viaje la mayoría de estos jóvenes habían matriculado sus carreras universitarias, muchas de las cuales nada tenían que ver con el deporte, como economía, biología, estomatología y arquitectura. Al volver de Venezuela se incorporarían a las clases.

Para la zurda Marlene Fonst, integrante de los equipos nacionales de florete desde 1972 hasta 1982, fue un golpe devastador. Los recuerdos de su vida como esgrimista, de sus amigas de entonces y los detalles de esos días los mantiene intactos, aunque habla muy poco de ellos porque duele.

“Era mi familia, con la que convivía diariamente. Incluso, me había casado el 25 de agosto y fueron Inés Luaces y Milagros Peláez quienes plancharon mi ropa de la boda; la cual aún tengo guardada.

“A Nancy Uranga la llevaron con poco tiempo, pues cuando regresamos de los Juegos Olímpicos nos habían dado un descanso, pero la incluyeron para reforzar el equipo pues tiró muy bien en Montreal. Con ella tenía más afinidad porque teníamos la misma edad y siempre que viajábamos compartíamos habitación. Quizás por eso antes de irse a Venezuela me contó que estaba embarazada”.

Sin embargo, la gran deuda de Marlene es con Ricardo Cabrera, su amigo personal y del que se distanció por una de tantas bromas hechas en los numerosos viajes. “Fueron cosas de muchacho, pero estuve mucho tiempo sin dirigirle la palabra y antes de irse me preguntó hasta cuándo iba a estar así con él. Le respondí que cuando regresara de Venezuela decidiría si le volvía a hablar”.

Los ojos húmedos de Marlene son testigos del remordimiento y la tristeza de quien pierde a buena parte de su mundo justo antes de comenzar a disfrutarlo, pues la bomba escondida en el baño del avión terminó con la vida de sus amigos, pero desató el dolor entre quienes han vivido estos 38 años con los recuerdos de las últimas conversaciones y sonrisas compartidas.

Esa tarde de octubre, ajenos al reloj impostado en la masa de explosivo C4, los 24 integrantes de la delegación —de ellos 16 atletas— disfrutaban de las ocho medallas de oro obtenidas, un resultado hasta entonces inaudito. Tras la escala en Seawell apenas unas horas los separaban de casa y su gente.

Dos minutos pasadas las 12:23 todo había terminado para ellos y las cristalinas aguas de Barbados sepultaban, junto al cuerpo metálico del DC-8, las risas previas al despegue, los chistes y los planes de 16 jóvenes y sus entrenadores que apenas comenzaban a vivir un sueño.

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