Por Yuneimys Silva Echevarría, estudiante de Periodismo
Tomás Góngora parquea la pipa de agua, se seca el sudor, suspira. Ha terminado una jornada de idas y venidas por las rutas que a diario recorre. En casa lo espera su esposa: carrete en mano y carnada lista. Todo en orden para lo que será otra tarde de pesca en el malecón.
Parten cuando casi termina el día. Es importante estar junto al muro habanero al anochecer. A esa hora, o bien temprano en la mañana, se pesca muy bien, más cuando sucede la corrida del parguete (especie de pargo más pequeño).
No descansa hasta encontrar una buena posición en el ancho muro. Una vez situado en lo que cree, será un lugar estratégico, solo necesita carnada en el anzuelo y un poco de “suerte de pescador” para tener una buena captura.
En esto tiene experiencia, comenzó allá en su natal Santiago de Cuba, cuando la pesca era también el oficio de sus padres. Entonces lo hacían en presas y ríos, algo que no extraña desde que llegó a La Habana y su malecón.
Recuerda que alguna vez practicó la pesca submarina algo que disfruta, pero ya no ejerce por la edad. Sin embargo, a pesar de los años conserva la frescura en su mirada y esa pasión por el anzuelo que lo cautiva.
Para él y su mujer la pesca es un deporte que los une. Algunas veces lo hacen para comer, y otras tantas venden el pescado y ganan unos pesos. Como ellos acuden varios al mismo espacio. Es una forma de vida de muchos habaneros.
Ella sujeta los hilos, mientras él ensarta la carnada en el anzuelo. Son un perfecto equipo que conoce el arte de pescar. Vienen cada semana y permanecen horas junto al mar.
Es una especie de ritual que realizan desde que se conocieron. También lo hacen para relajarse y emplear el tiempo libre. Han sido muchos los atardeceres junto a la inmensa masa de agua.
Mientras esperan la picada hablan de cualquier cosa. Alguna que otra vez las olas son testigo de frases que expresan cuanto se aman.
Como todo pescador Nicolás también cuenta sus mejores hazañas, la del pez más grande que mordió su carnada y la de aquel que casi atrapa con sus propias manos.
Son historias, algunas, poco creíbles, pero son las suyas, las que relata apasionadamente con ánimo de que le pregunten cómo fueron los hechos. Esa es su recompensa.
Cuando va a pescar parece un niño a punto de ir a una fiesta. No le importa si lo atrapa la noche porque de eso se trata. Sabe que cuando acaba la luz del día comienza la captura. Solo resta esperar.