Nemesia Rodríguez no debe conceder más entrevistas, lo han sugerido los médicos. Con esa advertencia me recibieron en Ciénaga de Zapata, sin siquiera haber anunciado el plan que horas antes había garabateado en mi agenda.
Ya son muchas las tristezas, las conmociones, el dolor por la pérdida de la madre, el esposo, el hermano mayor. Las angustias de un abril de 1961 que estremece el alma, ese recuerdo punzante año tras año abierto por una fecha negada al olvido.
Pero yo no había ido hasta allá a entrevistar a la mujer que Jesús Orta Ruiz inmortalizó en Elegía a los zapaticos blancos. Honestamente, no fue su nombre el que pedí, buscaba la historia de una cenaguera típica, no importaba si de Guasasa, Santo Tomás o Cocodrilo. Solo quería una historia y la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) me dio un nombre y un poblado. “Vete a Soplillar y busca a Lucía Rodríguez Montano”.
Cuando apenas nacía la mañana, una infantería de cinco kilómetros y medio me colocó delante de la casa de Lucía, que impaciente también ya había recorrido sus metros entre la cocina y el portal. Malo de verdad el transporte para acá, le digo. “¿A pie? ¿Viniste a pie? Descansa mi´jita, voy a ver si mi hermana Nemesia por fin viene”.
Y entonces entendí que aquella obligada caminata ganó su corazón. Me libré de la mochila, alcé el vaso, un buchito de café, y de frente la vi venir, más bajita que de costumbre, los ojos en el piso.
“No he amanecido bien hoy”, me dio un beso, y solo atiné a preguntar: qué le sucede, Nemesia. “Estoy un poco nerviosa, quizás la presión”. Contuve el desespero por estrenar la cámara y la grabadora y minutos después, junto a Lucía, caminamos unos 30 metros, la distancia justa para yo tomarla del brazo y hablarle de lo primero que se me ocurrió. ¿Y la muchachita que siempre la acompaña a los desfiles del Primero de Mayo?
“Esa es mi nieta y tengo otra, las dos estudian Estomatología, y también está Cristian, el menor, que si no lo menciono me mata”, y llegó la primera sonrisa de la flor carbonera.
Tiempos modernos
Una casa pequeña dejó de serlo para ceder su espacio a la galería Transeúntes, inundada ahora por los cuadros de Sándor González Vilar, el artista que años atrás llegó con Alexis Leyva Machado (Kcho) para instalar allí el Memorial 50 Aniversario de la cena carbonera con Fidel. El pintor quiso quedarse en Soplillar desde su obra.
“Esto es lo mejor que nos ha sucedido en los últimos días. Será un espacio donde podrán exponer, además, las tejedoras, bordadoras, modistas y también enseñar tan necesarios oficios a las más jóvenes”, confiesa Magali Socorro. “La FMC ha apoyado en todo. Dile a Lucía que te cuente, ella es la secretaria del bloque”.
Y salimos al portalito de la naciente galería y el sol alumbró la frente de los que allí estábamos. La propia Nemesia muestra la bodega que por años la tuvo por dependienta.
Su sobrina Magali fue la delegada anterior a este mandato, por eso conoce con señas y cifras la vida de allí, los reclamos de un círculo infantil cercano al poblado para que crezca la oportunidad de trabajar o la búsqueda de alternativas de servicios gastronómicos módicos para una población de 311 habitantes, con un porcentaje apreciable de personas entre 60 y 72 años; asombrosa edad para un municipio cuya expectativa de vida era muy inferior antes de 1959.
La propia madre de Nemesia fue asesinada por la mercenaria invasión con solo 40 años, “mamá Juliana, que ya sufría por perder, sin un médico que lo viera, al primero de sus ocho hijos”, revela Lucía en la sala del hogar de Paulina, la mayor entre las cuatro hembras del matrimonio Rodríguez Montano. Solo Carmen no vive en Soplillar.
A mi izquierda se sienta un trío con mucho que contar. Pero yo solo fui a entrevistar a Lucía y ella defiende su derecho a hablar; mientras, Paulina y Nemesia se limitan a alguna lágrima, una carcajada, o alguna precisión, poca, muy poca porque mi interlocutora es tan locuaz como lúcida.
Por voluntad propia regresa al 17 de abril de 1961. Al día en que estando en la escuela de La Habana con otros dos de sus hermanos, Celia Sánchez le dice que su mamá había sido herida de gravedad. “Luego supimos que estaba muerta. Mamá iba mucho a vernos, preocupada por cuándo terminarían los estudios, nunca se había separado de nosotros. Esos viajes la acercaron a Celia y se hicieron muy buenas amigas. Fue injusto, en su última visita comentó sobre su angustia por los actos criminales contra Cuba, y ella misma terminó siendo otra víctima, la familia casi completa pudo serlo”.
Y la saco del llanto y le hablo de qué hubiera sido de Juliana cocinando con lavadora moderna y ollas eléctricas, DVD o el baño bien bonito como le quedó a usted. “¡Muchacha!, contentísima estuviera. Con un crédito logré enchapar el baño, ya lo viste, es una belleza. Ahora poco a poco lo pago con mi chequera, contenta porque la Revolución me dio esa oportunidad”.
Por 35 años Lucía trabajó en el taller de cerámica de la Ciénaga, y terminó quedándose con un solo hijo. ¡Pero con varios nietos y bisnietos!, sonríe. “Lamento no haber parido más, pero sin mi mamá no creo que fuera fácil, siempre vale la ayuda materna”.
Elogia la oportunidad que la Revolución dio a las mujeres de estudiar, los beneficios de la salud que hace muy poco salvó a Paulina con una tremenda operación en su estómago. Y la interrumpe Nemesia, para anunciarme que ese que llegó es su sobrino Oscar, el niño de seis
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