No sé qué impulso me llevó a buscar Fervor de Buenos Aires, ese cuaderno iniciático de un joven Borges, aun vidente, que canta a la ciudad amada. El primer poema en la versión original del libro (1923), se llama Las calles –en una revisión posterior el autor decidió eliminarlo, sabemos que era implacable con su obra de juventud- y más que la calidad cierta del poema me golpeó el hecho que Borges celebrara precisamente lo que amo de las calles de La Habana.
Lo primero que sentí fue decepción al descubrir que ya Borges se me había adelantado en la salutación de “las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales”, decepción que pasó rápido porque prefiero tener que emular con Borges y no con otro poeta de pasillo como yo. Luego me percaté maravillado de que el Borges que escribió ese poema tenía mi edad -claro que tener 23 años a principios del siglo XX equivale por lo menos a diez más de los nuestros-.
De pronto, 90 años después y gracias a mis viajes absolutamente aleatorios por Internet, aparecíamos en una misma fotografía ese muchacho cultísimo, que había tenido su periplo europeo, que ya se había arrimado a los círculos literarios y hasta sacado los colmillos a más de un rival; y yo, un muchacho de lecturas galopantes, con más inquietudes que aciertos, que en contadas ocasiones me he atrevido asomar el hocico en la ciudad letrada y siempre convencido de la niñez de mis textos; hermanados por la pasión por esos trazos que van hacia el Oeste, el Norte y el Sur, que “son también la patria”.