En el contexto de la bibliografía lírica de Dulce María Loynaz, Poemas sin nombre lo anteceden dos libros que, con el paso del tiempo, se convertirían en obras referenciales de la escritora y de las propias letras cubanas del siglo XX: Versos, 1920-1938 (1938) y Juegos de agua. Versos del agua y del amor (1947).
Aparecido en Madrid, en 1953, Poemas sin nombre significó entonces un enriquecedor viraje en la propuesta lírica de la escritora. Estas ciento veinticuatro prosas poéticas, alejadas de todo regodeo estilístico, pero marcadas por un fino lirismo, evocan e invocan un mundo de sensibilidad, sentimiento, emoción, ternura, amor…
“Poema XXXVII”, uno de los textos del cuaderno, es muestra de tales rasgos:
Ayer me bañé en el río. El agua estaba fría y me llenaba el pelo de hilachas de limo y hojas secas.
El agua estaba fría; chocaba contra mi cuerpo y se rompía en dos corrientes trémulas y oscuras.
Y mientras todo el río iba pasando, yo pensaba qué agua podría lavarme en la carne y en el alma la quemadura de un beso que no me toca, de esta sed tuya que no me alcanza.
Si se revisan los acercamientos valorativos a la producción literaria de Dulce María Loynaz, resulta evidente el interés que, entre los estudiosos de dentro y fuera de la isla, ha despertado Poemas sin nombre, considerado un libro diferente en el legado de la creadora reconocida, en 1987, con el Premio Nacional de Literatura.
Para la poetisa chilena Gabriela Mistral, estos poemas “son puras condensaciones de poesía, el puro hueso del asunto. Poesía interior, rara en las mujeres”; mientras que, para el narrador y ensayista español José Martínez Ruiz (Azorín), resultan “versos de meditación y concentración”.
Se publica ahora una nueva edición cubana de Poemas sin nombre (Ediciones Loynaz, 144 pp), que se enriquece con un estudio introductorio que firma el poeta, ensayista y narrador César López, Premio Nacional de Literatura 1999. Esclarecedor ensayo, en que se afirma:
El lector encontrará en estos textos, no solo la maestría y rigor que ya caracterizaban la obra de Dulce María Loynaz, sino claves deleitosas que pueden arrojar más luz, y también más sombras, ¿por qué no?, a la tan tersa y bien tramada creación de la poetisa. Desde la sutil titulación del conjunto hasta el rotundo y afirmativo final del último de los poemas, se mantiene una tensión concentrada que en modo alguno rehuye tocar, de forma diversa y varia intensidad, los distintos aspectos de su temática —vida confrontada de la propia autora, transparencia recatada y a veces críptica de su entorno— que en vez de repetirse insiste en su abordaje y comprensión hasta llevarla a una desnudez púdica y a la vez deslumbrante y reveladora.
Poemas sin nombre es algo más que un título en la extensa bibliografía de Dulce María Loynaz (La Habana, 1902-1997), en que aparecen, entre otras obras, el poemario Últimos días de una casa, la novela Jardín, el cuaderno de viajes Un verano en Tenerife y el libro de memorias Fe de vida.
Como aseguraba la propia escritora, en Poemas sin nombre “está mi poesía más plena y perdurable”, un libro “conciso, apretado, un puro extracto”, en que “uso las palabras indispensables para expresar cada idea, sin preocuparme en lo mínimo por las galanuras del lenguaje”.
A seis décadas de su primera publicación, Poemas sin nombre es no solo una lectura gratificante. Es, ante todo, una lectura obligada, para quienes aspiren a conocer, analizar, valorar, la obra que, para su presente y para el futuro, legó la única cubana en recibir, en 1992, la más alta distinción de las letras hispanas, el Premio Cervantes.