Por: Lázaro Blanco
No por esperada la noticia de su muerte dejó de perturbar. Fui uno de esos afortunados a quienes la vida les regaló el privilegio de por lo menos verle de cerca y estrecharle la mano una vez.
Mandela era de esos hombres que no tenía distingos. ¿Cómo podría ser? Me pregunté aquella tarde nublada de julio de 1991 cuando agolpados en las inmediaciones del estadio Panamericano le vimos llegar sonriente junto a Fidel Castro Ruz y Teófilo Stevenson.
Iba en mangas de camisa de arabescos y colores. Parecía, entre la multitud, una más de las miles de personas que concurrían ese día al este de La Habana para disfrutar de la primera edición en la isla de unos juegos panamericanos.
Es difícil resumir con palabras el impacto del encuentro con un hacedor de historias. Con un nombre a quien desde pequeño vi
aparecer en primeras páginas de periódicos, llenar noticiarios e inspirar películas.
Dicen que nunca, en los 27 años de cautiverio, escucharon sus verdugos un lamento. Por ahí andan aún las fotos. Su puño erguido. El brazo en alto. Su pelo desgreñado en señal de protesta. Su fe ciega en el fin del apartheid, Candilejas encendidas en el tiempo.
Hubo un momento tal vez para él efímero, más para nosotros eternamente imborrable en que rompió los protocolos y llegó con la
mano extendida hasta los periodistas para saludarnos. Era la suya una mano tierna y aterciopelada. La mirada en cambio firme y penetrante. Obsequió un “buenas tardes” en español salpicado por ese deje inconfundible con el que hablan los de otras lenguas, al tiempo que hacía breves reverencias con la cabeza.
Todo duró unos segundos. En lo particular me pareció que el tiempo se detuvo una vida. Vi en sus ojos amigables y henchidos, un rayo de fuego y una sonrisa cándida de paz. Estaban allí el mirto y la yerbabuena de que hablara Guillen, el poeta nacional y vi a través de sus pupilas a Lumumba y a Angela Davis, y a Malcon X y a Luther King….
No había huellas evidentes del largo presidio, quizás solo su piel tal vez despigmentada por tanto tiempo a la sombra. Su andar era lento y confiado como si anduviera por Johannesburgos o por su Mvezo natal. Así le vimos alejarse lentamente, como esas estrellas fugaces que se antojan luminosas y repentinas para desaparecer dejando una huella honda en el firmamento.
Veintidós años después, ante la noticia del deceso, no queda más que volver sobre el propio Guillén para gritar otra vez “muera la muerte” y alzar una de sus elegías…Así como después de la tormenta, el guardabosque sale para saber cuál ácana, cuál guayacán, cuál ébano cayó desarraigado por el viento, así se detiene el mundo hoy ante su cuerpo.