El indiscutible protagonismo de América Latina ha marcado las primeras reuniones del 68° período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas. Y no solo por la gran cantidad de mandatarios latinoamericanos que subieron al podio, sino especialmente por lo combativo de los discursos de la mayoría de ellos, desligados de los tiempos en que el órgano más aglutinador del sistema ONU estaba secuestrado por Estados Unidos y sus aliados.
Temas como la crisis siria, el programa nuclear iraní, el sistema de espionaje desplegado por la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional, el desarme nuclear; la necesidad de luchar contra la pobreza y el narcotráfico, la ilegalidad del bloqueo a Cuba y de la Base Naval de Guantánamo, así como la urgencia de una profunda reforma de la ONU, han ocupado la atención de los asistentes, y al mismo tiempo han colocado a Estados Unidos en evidente aislamiento.
Intervenciones como las de las presidentas de Brasil, Dilma Rousseff, y de Argentina, Cristina Fernández, y la del mandatario boliviano, Evo Morales, demuestran que además de Cuba, otros muchos pueblos se ven legítimamente representados en este cónclave mundial.
Como alternativa a Washington, con sus propuestas desgastadas y obsoletas que han llevado al Presidente del imperio a entrar en contradicciones, incluso con algunos de sus socios de la Otan, a partir de su más reciente objeto de ambición —Siria—, se puede apreciar el activismo de bloques de integración que responden con mayor acierto a los problemas y exigencias del presente.
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) continúa sus esfuerzos por consolidar lazos con países de otras áreas del mundo. Los contactos celebrados entre esta organización y el Consejo de Cooperación de Países Árabes del Golfo, así como con delegados de naciones claves de la geografía asiática como Japón, Corea del Sur, y, por supuesto, China, demuestran la voluntad de estos países de abandonar antiguos esquemas eurocentristas y marchar hacia la diversificación de sus mercados y relaciones en todos los ámbitos.
Al tiempo que queda clara la caída en picada de la influencia de Estados Unidos en regiones donde solía ser gendarme, se nota también el aumento de la autoridad moral de naciones como Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica, que unidos en el grupo BRICS, dan un impulso significativo a la economía mundial y aparecen como opción a la hegemonía de las potencias tradicionales.
Atrás quedan los tiempos en que, sin apenas enfrentar resistencia, una mínima parte del mundo, los más ricos y desarrollados, decidían los destinos de todos los miembros de la ONU. Otros Estados, respaldados por el ascenso de sus economías y el orden impuesto por sus gobiernos progresistas, se ubican en el centro de los debates y exigen su derecho a desempeñar un papel determinante en la toma de decisiones a nivel mundial.
Es cierto que mientras no se lleve a cabo una verdadera y abarcadora transformación en el sistema de Naciones Unidas, que cuando menos amplíe en número y diversifique la procedencia geográfica en el Consejo de Seguridad, los esfuerzos de democratizar los procesos internacionales seguirán mediatizados por estructuras anquilosadas en el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Por lo pronto, una puerta ha quedado entreabierta gracias al empujón dado por la fortaleza y el prestigio de nuevos actores. La historia ha comenzado a trazar un nuevo camino capaz de aunar, más temprano que tarde, todo el poderío de los pueblos del mundo, en pos de una Organización de Naciones Unidas que sirva a la gente más desposeída y no a los bancos y los gobiernos oligárquicos.