El panorama político turco ha vuelto a recalentarse en extremo por las protestas a las duras condenas a más de trescientos altos oficiales de las Fuerzas Armadas, decenas de trabajadores de los medios de comunicación, líderes opositores, periodistas, escritores y otros intelectuales, impuestas en el juicio del llamado caso Ergenekón, un proceso llevado a cabo en la prisión de Salivri, cerca de Estambul, contra pretendidos involucrados en un supuesto golpe de Estado ultranacionalista, organizado, según los cargos, por elementos terroristas en el año 2009.
Entre los sentenciados a largas condenas se encuentran dos generales, un almirante y otros 324 mandos militares acusados de urdir la “tentativa para impedir por la fuerza la acción del Gobierno de la República”, aunque el aparente complot no llegó a materializarse.
En opinión de los analistas estas sanciones se inscriben en las pugnas que los gobernantes civiles mantienen con las Fuerzas Armadas turcas desde hace más de medio siglo, al indicar que los generales, en el período comprendido entre 1960-19976, han derribado por la fuerza o mediante presiones políticas a cuatro Gobiernos legítimamente constituidos.
El encontronazo con la cúpula castrense, que aumenta las añejas tensiones con ese sector de largo protagonismo en la vida política turca, se produce en momentos en que el país se encuentra nuevamente conmocionado por la espiral de violentas confrontaciones y represiones a las manifestaciones y severas críticas ciudadanas al primer ministro Recep Tayyip Erdogan y a su Partido y el Desarrollo (AKP) de raíces islámicas, en el poder desde hace 10 años.
Las manifestaciones iniciadas el pasado mes de junio por reivindicaciones de carácter social, severamente reprimidas por los cuerpos de seguridad, han derivado hacia demandas democráticas, económicas y políticas, y la exigencia, por gran parte de la población, de la renuncia del jefe del Gobierno turco, que por varios años concentró un amplio respaldo popular que le posibilitó ganar desde el 2003 tres elecciones por mayoría absoluta en este Estado binacional de cerca de 76 millones de habitantes, 99 % de confesión musulmana y miembro del Tratado de Organización del Atlántico Norte (OTAN).
El incremento de la represión a las protestas populares y a sectores de la oposición han ido de la mano con el amplio rechazo a la participación del Gobierno de Erdogan en la agresión a Siria, que ha convertido a Ankara en el principal centro de entrenamiento de bandas salafistas y terroristas y del suministro de armas e infiltración de mercenarios a través de la frontera con el país árabe, prestando con ello un gran servicio a los planes geopolíticos de Washington para la región y a los intereses de Estados del Golfo, que propugnan el derrocamiento del presidente constitucional sirio, Bachar Al Assad.
Favores que espera le sean compensados por Estados Unidos y la Unión Europea con el apoyo a la promoción del modelo turco de gobierno islámico moderado que proyecta Erdogan, dentro del complejo cuadro confesional prevaleciente en la nación del fundador de la Turquía moderna y laica, Mustafa Kemal Ataturk.
Resulta contraproducente que el Gobierno turco, que aplaudió las rebeliones populares calificadas por Occidente como la primavera árabe y las consideró como expresiones de ansias democráticas y de cambios estructurales no las tolera en su territorio y las reprime etiquetándolas como acciones subversivas de elementos terroristas que pretenden quebrar una estabilidad política, que en la realidad no existe en ese país.