Por Iván Fernández Fernández
Al calor de la recién finalizada VII Cumbre de la Alianza del Pacífico, realizada en Cali, Colombia, numerosos analistas y políticos cuestionan las supuestas contribuciones de este nuevo mecanismo “integracionista” en el actual contexto latinoamericano y caribeño, donde se han abierto paso organismos regionales como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Alianza Bolivariana para los pueblos de Nuestra América (ALBA), el Mercado Común del Sur (Mercosur) y Petrocaribe, signados por el compromiso de marchar hacia el desarrollo de las naciones que los integran con la premisa de que este implique en primer lugar el bienestar social y la colaboración sobre la base de la complementariedad.
El marcado carácter comercial de los postulados de la Alianza del Pacífico se asemeja al viejo modelo extendido por la región con las recetas neoliberales que, por solo citar dos ejemplos, condujeron a Argentina a la peor crisis social de toda su historia y a Chile a uno de los mayores niveles de desigualdad jamás conocidos, que aun en medio de índices de fortalecimiento de su economía global, provocan hoy constantes protestas e inestabilidad.
El exsecretario de Estado estadounidense, Colin Powell, había dicho en el año 2005: “Nuestro objetivo es garantizar a las empresas norteamericanas el control de un territorio que va del polo Ártico hasta la Antártica, libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad para nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio”.
Powell se refería entonces al ALCA; ahora tal definición pudiera aplicarse con pelos y señales a la Alianza del Pacífico, los postulados que la sustentan son los mismos.
Seg ún la Comisión Económica para América Latina y el Car i be (CEPAL), de 1980 1980 al 2005, alrededor de 95 millones de personas se convirtieron en pobres. Fue tras este período de amargura cuando empezaron a ascender a las posiciones de gobierno, elegidos por sus pueblos, hombres sin otras ambiciones que el logro de la mejoría económica y social de las grandes mayorías. En poco tiempo, las realizaciones en bien de los más desposeídos han sido extraordinarias.
¿Por qué entonces volver con fórmulas de probada ineficacia que se revierten en perjuicios para las masas populares?
En primer lugar, las oligarquías nacionales de los países miembros de este recién creado mecanismo son precisamente las que niegan a repartir el “pastel” en proporciones más racionales e insisten en continuar llevando a sus bolsillos la mayor cantidad de dividendos, sin tener en cuenta el emprendimiento de verdaderos proyectos de beneficio popular.
La nueva coalición deviene mecanismo de ruptura frente a la verdadera doctrina integradora; está basada esencialmente en el crecimiento económico y el intercambio comercial, frente al esquema unificador que avanza en América Latina y el Caribe, y que tiene en cuenta, además del incremento macroeconómico y el crecimiento libre del comercio, el bienestar social y el respeto a la diversidad cultural.
Un elemento de mucha trascendencia, que subyace junto a los fines visibles de la Alianza del Pacífico, es su intención política. Ningún conocedor de la doctrina hegemónica de Estados Unidos duda hoy de que tras este proyecto está su silencioso accionar como promotor de las nuevas recetas de “desarrollo y unidad”. Pero los intereses y necesidades regionales han variado tanto, que navegar con el beneplácito de los “buenos vecinos” del norte no sería motivo suficiente para garantizarle el éxito a este modelo.
Contar con cuatro de las mayores economías de América Latina y el Caribe (México, Colombia, Perú y Chile, más el anunciado ingreso de Costa Rica), no resulta garantía para la inserción de otros países, pues la presencia de mecanismos que contribuyan a reducir las asimetrías, como ofrecen Unasur, Mercosur, ALBA y Petrocaribe no son propósitos de esta colectividad regional. Otros tiempos y otras ideas prevalecen hoy en América Latina y el Caribe.