Arde París, con el mundo dentro

Arde París, con el mundo dentro

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La historia política ha enfrentado a dos figuras de origen español en esta crisis, el primer ministro Manuel Valls, y Philippe Martínez, secretario general de la Confederación General del Trabajo (CGT), la mayor organización sindical de Francia.
La historia política ha enfrentado a dos figuras de origen español en esta crisis, el primer ministro Manuel Valls, y Philippe Martínez, secretario general
de la Confederación General del Trabajo (CGT), la mayor organización sindical de Francia.

 

Quizás algún lector podría pensar que las protestas que desde marzo se vienen sucediendo en toda Francia son la  respuesta a un proceso puramente local, pero la historia  ha demostrado que, en política, cuando la nación gala grita, Europa y el mundo todo, se estremecen.

Tal ocurrió en 1789, con la Revolución Francesa; en 1871, con la Comuna de París; y más recientemente con  la sucesión de huelgas y protestas espontáneas de Mayo  de 1968. No por gusto varios  especialistas coinciden en  que las tres fuentes originarias del marxismo radican en  la filosofía alemana, la economía inglesa y la “política”  francesa.

Erraríamos entonces si limitamos las lecciones de las multitudinarias jornadas de protestas organizadas en París, Lyon, Nantes, Rennes y otras ciudades. Ellas  no han sido, únicamente, por  la reforma laboral, o Ley El Khomri, en referencia a su  impulsora, la ministra de  Trabajo, Myriam El Khomri.

Es cierto que el proyecto, inspirado en la reforma del 2012 de Mariano Rajoy en España, y en otras que condujeron al modelo laboral vigente  en Alemania e Italia, asesta un duro golpe a los derechos laborales, pues jerarquiza los intereses de la patronal frente a los de los asalariados,  quienes ahora deberán conformarse con empleos flexibles y  precarizados.

La legislación laboral que aún rige en Francia reconoce como principios la “prelación de normas” y la preeminencia de la “norma más favorable”. Esto significa que lo primero es el respeto a la Constitución, luego a la ley, la negociación colectiva, el acuerdo  de empresa y el contrato de  trabajo. En ese orden. Esta  herencia del derecho romano  garantiza la “homogeneidad  en todo el país”, y ampara  incluso a los territorios de ultramar.

El principio de la norma más favorable es considerado una conquista sindical y ampara la aplicación de excepciones a normas de mayor  rango (siempre que no sean  de obligado cumplimiento)  en función de favorecer a los  trabajadores. Esto condujo, por ejemplo, a que los acuerdos de la negociación colectiva nacional en  determinados sectores fueran  de obligatorio cumplimiento,  a la vez que reconocía el protagonismo de las organizaciones sindicales, encargadas  de representar los intereses  de los trabajadores, inclusive  de los no afiliados.

La Ley El Khomri fractura ese sistema en su base pues  jerarquiza la negociación directa entre el empresario y  el trabajador, saltándose el  código de trabajo y los convenios colectivos. Establece un  techo a las indemnizaciones  por despido improcedente, e instituye las condiciones que justificarían el despido económico.

Ratifica la jornada de 35 horas laborales semanales, pero admite que se organicen calendarios alternativos y turnos de  hasta 48 horas semanales y 12  al día. La tarifa de pago por  el tiempo extra, que actualmente es obligatoria y ronda  el 25 % del salario básico, sería  rebajada al 10 % y el reembolso  monetario puede ser cambiado  por  “horas de descanso”.

Estas propuestas siguen la letra dictada por las élites del poder económico mundial.  En su último informe sobre la economía francesa, el Fondo Monetario Internacional ha reclamado al Gobierno medidas adicionales para estimular  la creación de empleo pues “el  mercado laboral es un obstáculo clave para el crecimiento”.

La tasa actual de paro en Francia ronda el 10 % y entre los jóvenes es el doble. Ese es uno de los problemas que el presidente francés, François Hollande, y su ejecutivo, dicen resolver con la Ley El Khomri.

Pero a la luz de los acontecimientos actuales, en los  que el Gobierno se ha valido  de un atajo constitucional para  imponer el nuevo código y hacer caso omiso al descontento  en las calles y también entre  los diputados socialistas de la  Asamblea Nacional, vale evaluar no solo la espuma de la ola,  sino la fuerza que la impulsa.

Las protestas han pulseado las verdaderas potencialidades de un movimiento que  ha probado su capacidad para  paralizar determinados servicios como el transporte ferroviario y la generación eléctrica.  En ocasiones han organizado  cortes selectivos a importantes  plazas industriales, y han trasladado las cargas para suministrar el servicio a los desposeídos, estilo Robin Hood.

Asimismo han probado que además del añejo y válido recurso de la huelga, los organizadores pueden, a pesar del  pánico que siembran  los criminales ataques terroristas,  sacar a la gente a las calles,  organizar multitudinarias  manifestaciones y asambleas  de estudiantes e intelectuales en las plazas públicas, tal  como sucedió con las Nuit debout o Noches en vela.

En esos espacios se han encontrado fuerzas diversas que buscan una expresión política a su descontento. Corresponde a la izquierda anclar ese malestar y convertirlo en una oportunidad histórica que articule un nuevo  proyecto de sociedad con el  cual avance Europa y también el mundo. No sería esta  la primera vez en que la llama revolucionaria se expande  desde el corazón de París.

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