Por: Dra. Francisca López Civeira
A lo largo del tiempo se ha hecho habitual escuchar expresiones desde los círculos dirigentes en Estados Unidos acerca de su misión divina, de la predestinación que ha recibido el pueblo norteamericano para llevar sus valores a todos los confines del mundo y otras similares. Esto no resulta una novedad, no constituye una construcción de la época actual, lo cual puede constatarse desde una perspectiva histórica.
En 1889, en ocasión del Congreso Internacional de Washington, conocido como el primer congreso panamericano, José Martí escribía en una de sus crónicas al diario La Nación de Buenos Aires:
“Los panamericanos”, dice un diario, “El sueño de Clay”, dice otro. Otro: “La justa influencia”. Otro: “Todavía no”. Otro: “Vapores a Sudamérica”. Otro: “El destino manifiesto”. Otro: “Ya es nuestro el golfo”. Y otros: “¡Ese congreso!”, “Los cazadores de subvenciones”, “Hechos contra candidaturas”, “El Congreso de Blaine”, “El paseo de los panes”, “El mito de Blaine”. (…) Jamás hubo en América, de la independencia acá, asunto que requiera más sensatez, ni pida examen más claro y minucioso, que el convite que los Estados Unidos potentes, repletos de productos invendibles, y determinados a extender sus dominios en América, hacen a las naciones americanas de menos poder, (…) para ajustar una liga contra Europa, y cerrar tratos con el resto del mundo. (…) urge decir, porque es la verdad, que ha llegado para la América española la hora de declarar su segunda independencia.[1]
Es pertinente destacar como Martí reproduce en esta crónica la manera en que la prensa de Estados Unidos reflejaba el ambiente del momento en que se daban pasos importantes en la estrategia expansionista norteamericana, a la altura de fines del siglo XIX. En este recuento aparecen frases fundamentales que evidencian el decurso histórico de la mentalidad de los grupos de poder en aquel país, que pudiera enlazarse con tres de ellas: “El sueño de Clay”, “El destino manifiesto” y “El mito de Blaine”; es decir, desde la mitad del siglo con Henry Clay y la argumentación del “destino manifiesto” hasta su contemporaneidad en el momento de la celebración del Congreso organizado por Blaine como Secretario de Estado, quien ya había intentado su realización años atrás, Martí presenta la reiteración de esa idea y propósito.
Más que simples frases, estamos ante una manera de llevar a los lectores un mensaje que demuestra la política exterior agresiva, de dominación, que tenía como primer objetivo a América Latina y, en esa fundamentación, se retoma la vieja tesis del destino manifiesto de la nación norteamericana, que descansa en el sentido de predestinación de aquel país, en el mesianismo que obliga a cumplir ese papel en el mundo como fundamento de la política expansionista.
Ciertamente, en julio de 1845 el artículo de John O’Sullivan en Democratic Review, titulado “Nuestro Destino Manifiesto”, lanzó a la luz pública esa visión bajo el concepto que le da título. En él, O’Sullivan exponía que era imposible no cumplir “nuestro destino manifiesto de sobreextender el continente asignado por la providencia para el libre desarrollo de nuestros millones que anualmente se multiplican”. Justo en la prensa aparecía esta fundamentación del carácter providencial de la nación para extenderse, en ese momento, por el continente. No puede olvidarse que esto coincidía, y no por casualidad, con la anexión de Texas (1845), la obtención de Oregón (1846), el Tratado Guadalupe-Hidalgo por el que obtenían otra parte importante del territorio mexicano (1848) y el Tratado Calyton-Bulwer (1850) que establecía el control angloamericano en el canal por Nicaragua, además del Tratado Bidlack-Mallarino (1846) con Nueva Granada que otorgaba concesiones para la comunicación por el Istmo de Panamá. También coincidía con los años de incremento de los proyectos de anexar Cuba a los Estados Unidos desde algunos grupos y los intentos de comprar la Isla a España desde el Gobierno.
Esta correspondencia histórica demuestra la función de la visión que se desarrollaba de nación providencial en la política exterior: extensión de las fronteras absorbiendo territorios vecinos y obtención de concesiones para lo que en el futuro sería un canal interoceánico. La predestinación justificaba tal política. Pero si nos remontamos a la época de nacimiento de los Estados Unidos, con su Estado nacional independiente, podemos apreciar los orígenes de este discurso en el que la predestinación tiene un lugar relevante.
Desde su nacimiento, las dirigencias del país formularon una perspectiva de futuro como gran nación. No se trataba de acometer de inmediato una política expansionista para la que aún no había posibilidades, pero sí se prefiguraba ese futuro para un mediano plazo. En 1801 el presidente Thomas Jefferson escribía a James Monroe: “(…) es imposible no prever los tiempos distantes, cuando nuestra rápida multiplicación se expandirá más allá de esos límites y cubrirá todo el norte si no el sur del continente.”[2]
En 1823, cuando las antiguas colonias españolas de la América continental alcanzaban su independencia y las contradicciones anglo-norteamericanas se hacían sentir en esta parte del mundo, volvió a tomar vigencia esta visión de futuro en ocasión de la propuesta inglesa de compromiso con Estados Unidos; entonces, el secretario de Estado, John Quincy Adams, escribía sus consideraciones en su diario: Los habitantes de Cuba o de Texas “pueden ejercer sus primordiales derechos y solicitar su unión con nosotros. Ciertamente no harán lo mismo con Gran Bretaña. Uniéndonos, pues, a ésta en su propuesta declaración, hacemos con ella un positivo y acaso inconveniente compromiso, sin obtener realmente nada en cambio (…).”[3] Esta apreciación llevaría a la formulación de la conocida Doctrina Monroe de manera unilateral. El propio Adams había formulado la política llamada de fruta madura en ese año con respecto a Cuba, en sus instrucciones al Ministro en Madrid de 28 de abril. Dicha política establecía una perspectiva de unos cincuenta años para que Estados Unidos estuviera en condiciones de alcanzar la anexión de Cuba, mientras tanto la Isla debía permanecer en manos de España.
Como puede observarse, las dirigencias de Estados Unidos habían formulado una perspectiva de gran nación para el futuro que incluía la adquisición de territorios en el continente, especialmente entre los vecinos cercanos, por tanto, cuando pareció llegado el momento de iniciar este camino se hacía necesario estructurar un discurso para la opinión pública nacional que actuara a favor de la política expansionista. Cuando el siglo XIX arribaba a su primera mitad apareció, de manera pública, la condición de país predestinado a cumplir una función en el mundo.
En la década de los 90 del siglo XIX volvió a tomar fuerza esta fundamentación para la política exterior: la posible adquisición de territorios que aún permanecían en manos de España, tanto en el Mar Caribe como en el Océano Pacífico, dio un nuevo impulso a este discurso, por el cual Estados Unidos tenía la misión de llevar la libertad a todos los confines. El senador Albert J. Beveridge decía el 27 de abril de 1898: “(…) El destino nos ha trazado nuestra política. (…) Nuestras instituciones seguirán a nuestros comerciantes en alas de nuestro comercio. Y la ley norteamericana, el orden norteamericano, la civilización norteamericana se implantarán en playas hasta ahora sangrientas e ignorantes, embellecidas e iluminadas en adelante por aquellos instrumentos de Dios”.[4] Esta no es más que una de las tantas expresiones de la fundamentación en todos los órdenes de la política expansionista que se delineaba en lo inmediato.
Con este recuento sumario de la manera en que los grupos dirigentes en Estados Unidos fundamentaron en distintos momentos del siglo XIX la condición de “pueblo elegido”, de “país iluminado”, para respaldar su política exterior, se pone en evidencia que esta visión es parte constituyente del discurso político desde el poder, aunque, por supuesto, con las adecuaciones que cada etapa histórica demanda. El siglo XIX había planteado la expansión a escala continental, fundamentalmente, pero ya en sus años finales se empezó a mirar más lejos. La guerra de 1898 contra España marcaría el gran salto de la nueva potencia emergente con la adquisición de posesiones en el Caribe y en el Pacífico.
El retorno a ese discurso mesiánico ha sido recurrente en la política norteamericana, incluso el presidente William Clinton anunciaba en 1997 que, en el siglo XXI, la mayor democracia del mundo dirigiría un mundo completo de democracias. La caída del socialismo en la Europa del Este y la desaparición de la Unión Soviética creaba nuevas condiciones para el ejercicio de la hegemonía mundial por parte de los Estados Unidos y de nuevo se recurría a la misión rectora de ese país.
De manera que, sistemática y reiteradamente, a lo largo del tiempo se asiste al retorno de ese discurso mesiánico que se dirige a receptores ya preparados para escucharlo, puesto que es parte de la tradición del discurso político de las dirigencias en los Estados Unidos. No se trata de plantear un giro en el papel que corresponde a ese país en el mundo, de acuerdo con la cultura política que se ha ido construyendo a lo largo de más de dos siglos, sino de manejar sus elementos básicos en cada nueva coyuntura.
[1] José Martí: ‘Congreso Internacional de Washington. Su historia, sus elementos y sus tendencias” en Obras Completas. Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, T 6, p. 43
[2] William E. Curtis: “The true Thomas Jefferson”, Filadelfia, (s.a.), citado por Herminio Portell Vilá: Historia de Cuba en sus relaciones con Estados Unidos y España. Jesús Montero Editor, La Habana, 1941, T I, p. 146, citado también por Manuel Medina Castro: Estados Unidos y América Latina, Siglo XIX. Casa de las Américas, La Habana, 1968, p. 532
[3] Charles Francis Adams, editor, “Memoirs of John Quincy Adams, comprising portions of his Diary from 1795 to 1848”, Filadelfia, 1874-1877, Vol. IV, p. 118. Citado por Portell Vilá. Ob. cit. T I, p. 159
[4] Citado por Víctor Perlo: El imperialismo norteamericano. Editorial Platina, Buenos Aires, 1961, pp. 36-37
Acerca del autor
Profesora titular