LA MIRADA azul de María Luisa Ricondo Fernández observa tranquilamente a Gelasio Fernández Martínez. Desde hace más de sesenta años sus vidas han echado raíces juntas, entrelazadas por el amor, y a veces, el dolor.
“Ismael, a quien le decíamos Bolo, estudiaba teneduría de libros en Artemisa, y a veces a él se le iba y me decía que la noche antes Nené (así llamaban a Gelasio) le había dicho esto o lo otro. Yo le preguntaba ‘¿y cómo lo viste?’”, afirma María Luisa.
“Gelasio tenía una escopeta para cazar, y un día la llevó e Ismael le dijo que iba a matar un pájaro, y mami le espetó: ‘Muchacho, si tú nunca has cogido un arma en tu mano, cómo vas a matar una paloma’. Y lo hizo. Claro, ya él entrenaba, pero no sabíamos nada”. No fue hasta después del 26 de julio de 1953 que la verdad salió a la luz y la familia pudo explicarse la partida tan imprevista de Ismael y Gelasio. “El viernes 24, Nené me dijo que le diera una camisa, porque iba a la playa. Me dio su cadena para evitar que se le perdiera, pero el anillo de compromiso, no. Este no lo vi más, se quedó por Santiago.
«Por su parte, mi hermano Ismael Ricondo le expresó a mi mamá que hiciera el almuerzo temprano, porque iba a salir. A mí, el día antes me pidió que le arreglara un pantalón, pues debía cogerle de largo, además que le planchara la guayabera, ya que iba con Ciro para la playa. El 24, él se bañó, almorzó y le dijo a mi hermano Pedro que lo llevara hasta la carretera, porque nosotros vivíamos lejos. Ismael se fue. El sábado Nené no apareció, el domingo tampoco”.
La partida de Gelasio
A sus 86 años todavía Gelasio está fuerte, típico de un hombre curtido por el trabajo. La memoria le acompaña y es una suerte, como también es una bendición haber podido compartir tantos años junto a su esposa María Luisa.
Fue en la finca La Tentativa, en Artemisa, donde comenzó el romance. En esas visitas, por mediación de su cuñado, Ismael Ricondo, conoció de los preparativos revolucionarios de un grupo de artemiseños y le pidió incorporarse.
“Ismael pertenecía a la célula de Ciro, a la cual no pude unirme por estar completa; este me mandó a ver a Julito Díaz, quien trabajaba en El Almacén, y le faltaban combatientes. De esa célula recuerdo a Carmelo Noa y a Rigoberto Corcho, entre otros”, señala Gelasio.
“Las prácticas de tiro las hacíamos en distintas fincas: la de Carmelo Noa; en una que se encontraba en la parte sur de Pijirigua, adonde nos llevó Fidel Labrador; en la de Bayate, en la Sánchez, en El Inglés, en La Tumba, y a orillas del río Capellanía. La mayoría de los entrenamientos se hicieron en este último lugar y en la finca Sánchez.
“Para la partida me citó Severino Rosell, quien trabajaba en un kiosco, frente a la bodega de Carvajal, en Martí y Maceo. Por la mañana me pidió que estuviera allí a la una de la tarde. Cuando llegué, me preguntó si iba dispuesto con una muda de ropa para seguir hacia la capital; le respondí que sí.
“Me indicó ir para la casa de los padres de Melba Hernández, en Jovellar No. 107, en La Habana. De Artemisa salí en la ruta 35, junto con Noa, Corcho y otro compañero cuyo nombre no recuerdo.
“Cuando llegamos a casa de Melba, ella nos dijo que Fidel no tardaría. Eran las dos y pico o tres de la tarde. Al arribar, Fidel se puso a conversar con nosotros, y le orientó a un compañero que llamara a la terminal de ómnibus y sacara ocho pasajes para Santiago de Cuba.
“Al escuchar que íbamos para Santiago, yo me dije: ‘hay algo’, pero no sabía qué. Estuvimos allí hasta las seis y pico o las siete, cuando fuimos hacia la terminal en una máquina.
“Llegamos a nuestro destino al mediodía, almorzamos en la terminal de ómnibus La Cubana y después nos trasladaron a Celda No. 8, donde nos pidieron no asomarnos ni salir para que nadie nos viera. Permanecimos como hasta la una y pico o las dos de la mañana, después nos llevaron para la granjita Siboney, donde nos encontramos a Melba y Haydée planchando los uniformes.
“Al rato, empezaron a repartir las armas. Fidel me preguntó que si quería un fusil, una escopeta o un revólver. Me interesé por saber cuántas balas daban; me respondió que para el rifle, una caja, y para la escopeta, 12 cartuchos. Como la caja tenía 50 balas, me decidí por el rifle.
“Luego Fidel nos reunió y explicó a lo que íbamos, y señaló que podíamos ser héroes o mártires, y el que estuviera de acuerdo que diera un paso al frente. Excepto un pequeño grupo, no recuerdo cuántos, los demás lo hicimos. A los que decidieron no seguir, les indicó no moverse de allí hasta iniciado el combate.
“Yo iba en la tercera o cuarta máquina en dirección a la Posta 3. Perdido el factor sorpresa, se impuso la retirada. Julito Díaz, dos o tres más y yo, cogimos un carro y enfilamos por una calle que no tenía salida. Nos bajamos y saqué una escopeta que me había dado Julito; la dejé en casa de un veterano que vivía cerquita.
“Después, un joven me vio y me preguntó: ‘¿Tú eres pinareño?’, le dije que sí y me dijo: ‘Sigue detrás de mí’. Resultó ser Rubén Pérez Proenza, quien me llevó para casa de su padre, de igual nombre. La madre se llamaba Florencia y la hermana, Alicia.
“Llegamos a una mueblería, que era del padre, en Estrada Palma No. 408, entramos, y le dijo a la vieja: ‘Que se bañe, y coge la ropa y quémala. Voy a buscarle otra’, y se fue. Me subió para el segundo piso y me señaló: ‘Acuéstate a dormir ahí, en calzoncillos’.
“Como a las tres o las cuatro de la tarde, el joven se apareció con un pantalón de drill cien y una guayabera. Me vestí y me dijo: ‘Quédate aquí arriba, y no bajes nada más que a almorzar y a comer’. Allí me daban el periódico y comprobé que muchos compañeros que salieron con vida del Moncada, el lunes aparecieron muertos. Los esbirros estuvieron dos o tres veces registrando hasta la esquina de la casa, y nunca llegaron a la mueblería”.
La agonía de no saber
Recuerda María Luisa que el lunes 27, en horas de la mañana, su papá iba rumbo al pueblo de Artemisa y viró. “Mi mamá le preguntó qué le había pasado y le dijo que se había enterado de que en Santiago de Cuba había habido un tiroteo y creía que allí estaba Ismael. Se formó el llanto, y yo dije que Nené también estaba en eso, que seguro estaban juntos.
“Nosotros teníamos un radio de batería y mi papá dijo que lo encendiera, porque le habían dicho que lo estaban informando. Cuando lo pusimos oímos la declaración de mi hermano, porque lo entrevistaron enseguida que lo cogieron. Nos emocionamos porque supimos que estaba vivo, pues decían que había muchos muertos. Entonces yo decía, que no había declarado nada de Gelasio, que sabía Dios dónde estaba.
“Mi hermano mayor, Eustaquio, dijo: ‘Yo voy a Santiago de Cuba con el padre de Ciro Redondo’. Pero regresaron porque a todo el que cogían de Artemisa, lo encarcelaban. Al regresar nos dijeron que no pudieron verlos, que todos estaban presos”.
Una forma de despistar
El miércoles 29 Gelasio estaba decidido a regresar a La Habana y correr cualquier riesgo; desoyó los consejos de sus buenos amigos, que con tanto altruismo lo habían cuidado.
“En el paradero del tren había guardias, desde la acera hasta la línea, pero ya no podía regresar. Pasé entre ellos sin problemas, subí al tren y me senté al lado de un sargento del ejército. Era la mejor forma de despistar.
“Al arribar a La Habana, el jueves 30, a las once de la mañana, la policía estaba registrando; abrí mi maleta y como iba al lado del sargento, parece que pensaron que yo era pariente de él y me dijeron que siguiera. Días después, con Pedro Rodríguez Paz, que fue chofer de Eddy Chibás, le envié un recado a una tía de María Luisa, que vivía en Punta Brava.
“En La Habana estuve año y pico; ahí contacté con el movimiento clandestino. Después fui para Cangrejeras, a trabajar en una cantera de piedras, con Octavio Rivero”.
La cara de la verdad
“Luego del Moncada, los guardias registraron mi casa, tiraron todos los libros de mi hermano para el piso y viraron los colchones. Mi mamá lloraba y les decía que nosotros no teníamos nada. Ellos nos insultaban”, rememora María Luisa.
«Habían pasado 17 días y no sabíamos nada de Ismael ni de Gelasio. Mi hermano Eustaquio estaba en La Habana, en la universidad, y a través de un periódico se enteró de que habían asesinado a Ismael. Él nos trajo la noticia, fue terrible. Mi mamá estuvo 17 días sin comer; sobrevivió gracias a los sueros.
«Pasó tiempo para poder ver a Gelasio, porque estábamos vigilados. Fueron días muy tristes, hasta que llegó el triunfo de la Revolución”.
María Luisa vuelve sus ojos azules al hombre con el que ha compartido la mayor parte de sus 82 años. Una vida que el tiempo premió con la llegada del hijo. Todo ello les devolvió la alegría, aunque siempre perduran los recuerdos.
(Por Felipa Suárez y María de las Nieves)