En la Historiografía cubana, por mucho tiempo, se presentó a Máximo Gómez como un gran estratega militar, pero de escasa visión política, lo que se argumentaba de manera especial con su comportamiento ante la ocupación militar estadounidense de Cuba (1899-1902), que no pocas veces se vio como una incomprensión del viejo combatiente acerca de los propósitos de Estados Unidos. Sin embargo, en años recientes se ha trabajado más intensamente con los documentos del Fondo Máximo Gómez en el Archivo Nacional de Cuba, lo que ha posibilitado nuevos acercamientos y perspectivas de análisis acerca de este hombre que ostentó el mayor grado y, también, el cargo militar más alto, dentro del Ejército Libertador de Cuba. Tales distinciones fueron nada más que obligaciones para con la independencia de una tierra que hizo suya, quizás más suya que otros nacidos en Cuba incapaces de tan alto grado de sacrificio.
Si uno se acerca al Diario de Campaña del Generalísimo, encuentra algunas expresiones que muestran la norma de conducta que se planteó tempranamente, frente a la presencia militar de Estados Unidos en la Isla. El 8 de enero de 1899 anotó, a partir de su entrada en Remedios y Caibarién:
(…) Hubo verdadera fusión entre todos los elementos de estos pueblos; política que me prometo acentuar, para salvar a este País, lo más pronto, de la tutela que se nos ha impuesto.
Los americanos están cobrando demasiado caro con la ocupación militar del País, su expontánea (sic) intervención, en la guerra que con España hemos sostenido por la Libertad y la Independencia. (…).
A continuación plasmó una reflexión de suma importancia:
(…) Yo soñaba con la Paz con España, yo esperaba despedir con respeto a los valientes soldados españoles (…). Pero los americanos han amargado con su tutela impuesta por la fuerza, la alegría de los cubanos vencedores; y no supieron endulzar la pena de los vencidos.
(…) el día que termine tan extraña situación, es posible que no dejen los americanos aquí ni un adarme de simpatía.[1]
Este fragmento muestra con mucha claridad la apreciación de Gómez acerca de la presencia norteña en la Isla y la manera que consideraba debía actuar en aquellas circunstancias. Lo hacía en un texto personal, no en un documento público, lo cual hay que tener muy en cuenta. En la esfera pública había emitido lo que se conoce como “Proclama del Narcisa”, por el central de ese nombre donde fue escrita el 29 de diciembre de 1898, en la que anunciaba su línea de acción: “El período de transición va a terminar. El ejército enemigo abandona el país y entrará a ejercer la soberanía entera de la Isla, ni libre ni independiente todavía, el gobierno de la gran nación en virtud de lo estipulado en el Protocolo de Paz” y planteaba la necesidad de poner término a la intervención “en el más breve tiempo posible”; mientras esto ocurriera, decía, estaría en espera, preparado para ayudar a los cubanos a culminar la obra a la que había dedicado su vida.[2] Sin duda, tratándose de un documento para publicar era muy cuidadoso, aunque marcaba el propósito de llegar a la independencia, lo cual no se había consumado con el fin de la guerra. En algo era claro: Cuba no era ni libre ni independiente y había que lograr que la intervención fuera breve.
La apreciación de Gómez acerca de la complejidad que planteaba el fin de la guerra y la intervención norteña quedó expresada cuando, según Orestes Ferrara, dijo: “(…) Ahora Martí hubiera podido servir a la Patria; este era su momento. (…).”[3]
Uno de los aspectos más debatidos en la Historiografía cubana es lo relativo al licenciamiento del Ejército Libertador, en lo cual lo más dañino, dentro del campo independentista, fue la falta de voluntad para aunar los esfuerzos en una única dirección, a partir de la situación creada. Es indiscutible que para la gran mayoría era indispensable ese licenciamiento, pero las contradicciones estuvieron alrededor del cómo hacerlo, en lo cual la Asamblea de Representantes, ya asentada en el Cerro, y el General en Jefe actuaron de manera independiente y opuesta. Tal contradicción, sin duda, fue nociva para todos. Esta coyuntura mostró la importancia que el poder interventor daba a Gómez, cuando consideró necesario acercarse a él con un enviado personal del Presidente Mc Kinley, pero acompañado de alguien que se pudiera ver como confiable, en este caso Gonzalo de Quesada. El gobernador militar Leonard Wood mostró igual atención cuando le hizo una de sus primeras visitas al asumir el cargo.
En aquellas circunstancias, el experimentado Gómez fue sumamente cauteloso en sus manifestaciones públicas y es a través de cartas personales que se puede seguir su sentimiento y posición. En carta del 17 de enero de 1899 decía: “La verdad es que así como tú y yo no aceptamos, ni aunque sea por un momento la tutela impuesta, así habrá mucho carácter libre y espíritu ilustrado que piense y sienta como nosotros (…), y a José Dolores Poyo copiaba parte de su Diario donde mostraba su dolor y su rechazo por la intervención, por lo que llamaba a terminar la obra de la revolución, mientras el 7 de mayo de 1899 escribía al gobernador John Brooke acerca de la manera de mejorar la situación política cubana para llegar “fácil y satisfactoriamente” a los fines: lograr un gobierno estable, bajo la forma republicana “permitiendo al pueblo de Cuba asumir el ejercicio de todos los derechos y cumplir todas las obligaciones que impone la condición de nación independiente y soberana.”[4]
Debe advertirse la diferencia en el lenguaje. En las cartas personales puede mostrar sus sentimientos y fines, en un documento oficial tiene que ser más cuidadoso y, ¿por qué no?, diplomático. Pero el propósito es el mismo: lograr la concreción de la independencia.
La suspicacia y prevención de Gómez acerca de los Estados Unidos puede verse muy claramente cuando el 26 de mayo de 1900 escribió: “Se debe tener mucho miedo, primero a los pretextos y después al oro y a los cañones de los imperialistas del Norte.”[5] Ese año traería otro reto para los cubanos: la convocatoria a elecciones para delegados a una Asamblea Constituyente que debía redactar la Constitución para Cuba y, como parte de ella, determinar las relaciones que debían existir con Estados Unidos; entonces el Generalísimo dio a conocer el 20 de agosto la proclama “Dos palabras de consejo a mis amigos cubanos” en la que decía que era necesario tener “mucho cuidado, tacto exquisito, y mucha previsión” por lo que había que ser muy atinados en la elección, donde “no se confundan las ideas con los principios” y había que salvar los últimos. Por ello, consideraba que “La Convención Nacional debe ser –eso es lo justo– un organismo compuesto de hombres genuinamente cubanos, revolucionarios, siendo ella como es, la resultante hermosa de la revolución.” Por tanto, no se debía dar cabida a ninguno que antes infamó a la patria. No se trataba de “fomentar rencores y ahondar divisiones”, pero “los unos no pueden olvidar el ‹machete› y los otros ‹el foso de la Cabaña›.” A partir de estos principios, llamaba que la bandera “tan salpicada de sangre”, representara “el símbolo del honor y la justicia.”[6]
En carta posterior a Boza, expresaba que la revolución estaba en la obligación de “entregar el país al país” y esa “obra no puede ser confiada a los enemigos de ayer”. Sobre este tema insistió en carta pública el 22 de agosto de 1900, cuando dijo al pueblo:
¿Se debe confiar esta obra a los que se armaron para combatir la revolución; o a los cubanos revolucionarios, que ya en el campo de batalla. Ora en las ciudades o emigraciones, le prestaron su cooperación directa? ¿Debe abandonarse la suerte de la revolución a sus enemigos?
………………………………………………………………………
Yo creo que la revolución debe coronar su obra en la Convención Nacional; de lo contrario quedaría trunca.[7]
Como puede apreciarse, en cada momento de toma de decisiones, Máximo Gómez asumió su responsabilidad como líder de una nación, aunque de manera invariable consideró que no debía ocupar posiciones oficiales de dirección civil. Su autoridad moral era lo que ponía en función de la nación cubana. Como dijo a Boza, “yo no quiero disputar con nadie nada”, pues “son pequeñas glorias de que no me he ocupado nunca”.[8]
El resultado de la Asamblea Constituyente, con la incorporación de la Enmienda Platt como apéndice a la Carta Magna, fue doloroso para quienes aspiraban a la plena soberanía, entre ellos el viejo general quien escribió en “Porvenir de Cuba” que Cuba había quedado íntimamente ligada a los Estados Unidos, en lo político y en lo mercantil, de manera que se ha hecho “de su independencia un mito” y caracterizó a la “Ley Platt” como “eterna licencia convertida en obligación para inmiscuirse los americanos en nuestros asuntos”. A continuación repasó los acontecimientos del 20 de mayo de 1902:
Ellos se fueron, al parecer es verdad. El día 20 de mayo, yo mismo ayudé a enarbolar la bandera cubana en la azotea del Palacio de la Plaza de Armas. ¡Y cuantas cosas pensé yo ese día! Todos vimos que el general Wood, Gobernador que fue se hizo a la mar en seguida, llevándose su bandera, pero moralmente tenemos a los americanos aquí.[9]
Para las primeras elecciones presidenciales que tuvieron lugar, Gómez intentó estructurar una candidatura del independentismo con el binomio Tomás Estrada Palma-Bartolomé Masó, ambos hombres del 68 y que habían ocupado la presidencia de la República en Armas en momentos diferentes. No pudo lograrlo. Las contradicciones que habían golpeado al independentismo desde la Revolución del 68 afloraban continuamente y en esa ocasión volvieron a emerger.
El General en Jefe del Ejército Libertador cubano mantuvo su fidelidad a la causa a la que dedicó casi toda su vida. Había respondido plenamente a la invitación que le había hecho el Delegado del Partido Revolucionario Cubano en 1892, “sin temor de negativa”, cuando solo podía ofrecerle “el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.[10]
Máximo Gómez, El Generalísimo, el Chino Viejo, mantuvo su defensa de Cuba en todas las circunstancias y se planteó una estrategia política ante los acontecimientos de 1898-1902, con un objetivo claro y en la forma que consideró de mayor beneficio para la nación que había hecho suya. ¿Hemos respondido a esa entrega con “la ingratitud” que anunció Martí? Ojalá que no.
[1] Máximo Gómez: Diario de campaña. Instituto del Libro, La Habana, 1968, pp. 370-372 (Se ha respetado la escritura del original)
[2] Tomado de Rafael Martínez Ortiz: Cuba. Los primeros años de independencia. Editorial Le Livre Libre, París, 1929, T I, pp. 33-34.
[3] Orestes Ferrara: Mis relaciones con Máximo Gómez. La Habana, Molina y Compañía, 1942, p. 1939
[4] Yoel Cordoví: Máximo Gómez. Utopía y realidad de una República. Editora Política, La habana, 2003, pp. 191, 193-194 y 212.
[5] Salvador Morales: Máximo Gómez. Selección de textos. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1986, p. 211.
[6] Bernabé Boza: Mi diario de la guerra. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, T II, pp. 310-312.
[7] Ibíd., pp. 314 y 316.
[8] Ibíd., p. 322.
[9] Yoel Cordoví. Ob. Cit., pp. 250-251.
[10] José Martí: Carta a Máximo Gómez del 13 de septiembre de 1892. En Obras Completas. Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963-1973, T 2, pp. 160-164.
Acerca del autor
Profesora titular