Delirium Treme
Paquito
Esta vez nadie podría decir más que el Treme era un arrimado, un gorrón de primera, un pega’o de cuanta fiesta de fin de año ocurriera en su familia o en el centro de trabajo.
Trivaldo González y García, que tal eran las generales completas de Tremebundo —el Treme para la gente más cercana—, se cambiaría su nombre si no metía tremenda pachanga en su casa desde el 24 de diciembre hasta el 1.º de enero.
Por eso fue para el agromercado más caro del barrio, bautizado por la sabiduría popular como el Museo de la Vianda, porque los precios eran de “se mira y no se toca”.
El Treme irrumpió por el pasillo central como hacían los vaqueros de las películas del oeste cuando llegaban a la calle principal de un pueblo donde en breve iba a correr la sangre, y avanzó impertérrito hacia la tarima de la carne de cerdo, ante la admiración de todos los clientes.
Desenfundó su celular de última generación y le dijo al carnicero: “¿Puedo pagar en línea, verdad?”. El matarife lo miró coaccionado por tanto valor, agitó nervioso las manillas de oro de su muñeca y le dijo: “Por supuesto, puro”.
“Dame la pierna de puerco más grande que tengas ahí”, exigió el Treme sin que le temblara la voz. No hubo regateo ni queja, ni un instante de vacilación, lo cual dejó completamente desarmado al vendedor, como si le hubieran pegado un tiro en la frente.
El Treme salió de allí con el cadáver del cerdo sobre sus hombros, como un héroe clásico que las multitudes reverenciaban a su paso. Pero no satisfecho aún con su proeza fue para el mostrador de los tomates, y dijo bien alto para que todo el mundo lo oyera: “Lléname medio saco del mejor tomate que tengas, no me escatimes”.
Justo en el momento en el que el asombrado dependiente le repletaba la jaba, un tomate rodó por el piso y el Treme se agachó a rescatarlo. No calculó bien la distancia y se golpeó en la cabeza muy duro contra la tarima. ¡Pum! Abrió los ojos, adolorido, y descubrió que estaba en su cuarto. El Treme se había caído de la cama, mientras soñaba un imposible.