Guantánamo.— La lluvia pertinaz, abundante, con tres cifras en los pluviómetros, los ríos con nombres que solo los más viejos recuerdan volviendo a la vida y a sus cauces; las lomas al fondo del poblado, elevaciones de olvidada hidalguía que, en esos días sin sol, se dejaron llevar cañadón abajo hasta las casas, las calles, la vida.
El resultado: inundaciones nunca antes vistas, al menos en los dictados imprecisos de la memoria de los imienses más longevos. Si acaso en los noventa, pero solo un poco. Ni el “Diablo Matthew”, por lo menos en inundaciones, porque si hablamos de vientos el del año 2016 no tiene igual.
La madrugada larga, de terrores y furias, como otras tantas en las historias de ciclones en Cuba. La mañana, con las certezas de todo lo perdido y la voluntad que separó escombros, se abrió paso entre el remanso negro, y empezó a salvar… hasta hoy.
La luz, la luz
Miguelón —Juan Miguel Lores Matos, 73 años, jubilado reincorporado en Educación— estira la mano y, con las uñas, arrastra el fango de la celosía que separa el comedor de la cocina, se yergue un poco más y señala la marca del agua que, durante varias horas, se adueñó de su vivienda, la número 316 de la calle B.
Y eso que, junto a la mujer también jubilada del sector y la hija, Ermelina Matos Azahares y Lisandra Lores Matos, respectivamente, sacan el fango desde el día después de las inundaciones, cuando el agua todavía estaba honda y había que aguantarse de las paredes para abrirse paso entre la “lava”, como los imienses insisten en llamar al lodo espeso que dejaron la crecida y los deslaves.
Lo que está se sacó del fango y se lavó en el río y ahora se ordena, se clasifica, se pone al sol que sale un rato y luego no, porque la llovizna —en ese sitio que normalmente luce agreste, y que de hecho integra la franja conocida como el semidesierto cubano por el escaso régimen de precipitaciones— no cesa.
Incluso así, a menos que clasifique como lluvia, los jardines y parterres permanecen “paridos” de libros, expedientes laborales, medallas, almohadones, colchones, guata…, y a la derecha de quien pasa, pero a la izquierda de los tres habitantes de la casa, una bandera mediana, asida de un árbol de aguacates.
Quiero preguntar por el símbolo, pero Miguelón me habla de la familia que los guareció, junto a muchos otros, en su casa de dos niveles, y de Mayi y Miguel Ángel, adonde se fueron cuando el agua empezó a bajar, y donde hasta hoy duermen y comen, turnándose los sazones de dos familias.
Y Emelina, que está a una pregunta de soltar las lágrimas, me dice que no tiene ganas de nada, que le duele todo y que no tiene vida, “bueno, vida sí…, pero yo no veo la hora de dormir en mi casa, y echar una cocinadita”.
Pregunto al salir cuando, de nuevo, paso por delante de la pequeña bandera de colores tibios.
“La bandera, me dice Miguelón, estaba dentro de un clóset, yo sé que las banderas cuando se dañan no se deben usar, y esta se quemó un poco en las marchas de las antorchas de los muchachos, pero yo nunca la quise botar. Y la encontré, llena de fango, la lavé y la puse aquí, porque en estos tiempos uno necesita que una estrella como esa nos ilumine”.
Las mujeres del río
Cada día, desde que la crecida provocada por el huracán Oscar vino a invadirlo todo, el río Imías se llena de mesas, sillas, palanganas, ropas, sombreros, manteles, zapatos, trastes de cocina, pomos plásticos, perfumes, adornos, viejos edredones con el toque inconfundible de las abuelas.
Las mujeres llegan temprano, cargadas con sacos, jabas, vagones, jolongos repletos de toda suerte de artilugios…, y ocupan su sitio en la rivera.
Van solas o acompañadas con sus hombres y sus hijos, que aprovechan para jugar en las márgenes límpidas, a la sombra de las cimas verdiazules del macizo montañoso Nipe-Sagua-Baracoa, mientras las ropas, los colchones, la guata, se secan sobre las piedras y un par de cordeles asidos de ramas.
Una a una, van sumergiendo las ropas en la corriente, que por momentos se vuelve turbia, y empiezan a estregar, a dar paleta, y de nuevo al río, para que el caudal se lleve el fango incrustado entre los ojales y los dobladillos, la tierra que se resiste a salir de las costuras de los zapatos, y el mal recuerdo.
Mientras se lava, con los pies sumergidos hasta casi las rodillas, se cuenta, se comparte. Con los días, las historias heroicas dan paso a otras más ligeras, y las mujeres que perdieron todo, o casi todo, se ríen.
Mauritania —en los veinte, educadora de círculo infantil— también sonríe, pero porque le duelen los pies de estar todo el día en el río “con esos zapatos cerrados”, le increpa una señora; y las piernas, y las manos. “¿El celular también va a la palangana?”, pregunto sobre el pequeño rectángulo que refleja el sol en el fondo de un vagón. “No se crea, que está lleno de fango”, y esboza algo parecido a una sonrisa.
Pero no deja de lavar, de desalojar la mugre, de quitar los restos de tierra con las cerdas duras del cepillo de palma, para que lo malo se vaya en las aguas ahora quietas e inofensivas del río Imías, esas que, por suerte, nunca son las mismas.