La entrada en vigor de la Ley de Comunicación Social esta última semana constituye un suceso de particular relevancia no solamente para los profesionales que laboran en esa área del saber, sino para toda la ciudadanía.
Porque si algo distingue a la nueva norma jurídica, la primera de su tipo en la historia del país, es su carácter profundamente educativo. La Ley define conceptos, explica procesos, especifica términos sin los cuales resulta difícil vivir sin conocerlos en este siglo XXI.
Nadie puede ser ajeno entonces a su implementación y cumplimiento, ya que desde cualquier persona natural o individuo, hasta la organización más encumbrada, todo el mundo puede realizar hoy prácticas comunicativas que de una u otra manera trasciendan más allá de las puertas de su casa o de un centro de trabajo.
¿Cuántos problemas no conocemos que tendrían un alivio, o hasta una solución, si fueran informados, explicados y comprendidos correctamente? Porque la incomunicación, lo contrario de lo que preconiza esta novedosa legislación, puede ocurrir a cualquier escala, desde el seno familiar hasta en el colectivo laboral, desde el barrio donde vivimos hasta en la más alta escala de una actuación gubernamental.
Aunque ha habido acciones importantes para preparar al país en todos sus niveles con vistas a echar a andar esta Ley, no pensemos que lo hecho es suficiente, ni que el complejo entramado de relaciones que ella pauta funcionará en lo adelante a la perfección, sin contratiempos ni contradicciones.
Como parte de esta progresividad, por ejemplo, no serán pocas las instituciones de diversa naturaleza, lo cual incluye a nuestros órganos de prensa, que tendrán que aprender a trabajar, tomar decisiones y dirimir conflictos que antes tenían salidas o soluciones espontáneas o muy poco reguladas, con apego a la Ley.
La asesoría jurídica para todas las entidades y sujetos que inciden o participan en las distintas formas de comunicación, organizacional, mediática y comunitaria, gana un nuevo y trascendental campo de actuación. Antes de hacer y decir, ahora habrá que pensar mejor en el alcance legal de cualquier acción comunicativa, y ajustarnos a lo establecido.
Esto no es una mordaza como algunas campañas contrarrevolucionarias han pretendido hacer ver. Al contrario, es curarnos en salud para que al comunicar ganemos en efectividad de nuestros mensajes, para que nuestros contenidos se comprendan, no dañen o perjudiquen a nadie, y contribuyan al fomento de los valores que buscamos afianzar como sociedad. Y también, por qué no decirlo, que sea exigible la responsabilidad individual y colectiva cuando se cometen errores comunicativos que pueden llegar a tener graves consecuencias humanas, económicas y políticas.
La Ley de Comunicación Social supone también la ampliación e impulso de saberes muy específicos, en la que no es posible improvisar —y a veces se hace demasiado—, por la escasez de profesionales y por la formación empírica que abunda entre quienes actualmente ejercen algunas de las funciones que la norma regula. Pensemos en cómo y bajo qué requisitos, digamos, se ocupan las plazas y equipos de comunicadores en no pocos organismos y organizaciones.
Existen incluso destrezas o especialidades que esta legislación relanza con mayores alcances y posibilidades de crecimiento, las cuales prácticamente desaparecieron o fueron arrinconadas por mucho tiempo a escasos nichos, como es el caso de la publicidad, terreno muy sensible que requiere no solo de habilidades técnicas, sino también de estrictos códigos éticos.
En todos los casos, no obstante, la Ley de Comunicación Social es bienvenida. Un sueño largamente acariciado por profesionales y la academia de varias disciplinas, que se concreta con tremendo rigor científico e infinitas potencialidades prácticas para conseguir con su aplicación progresiva un mejor desempeño ciudadano e institucional, un debate más horizontal, eficaz y democrático, así como una sociedad donde la incomunicación sea evitada y proscrita por antisocial.