Llegué a Hugo Chávez en junio de 2003 de la mano de Germán Sánchez Otero, uno de los más queridos embajadores cubanos en Venezuela. Entrar con él a La Casona o al Palacio de Miraflores era garantía de que serías bienvenido. Pronto descubrí que los unía una hermandad que pulverizaba el protocolo. No demoré nada en sentirme uno más de su equipo, donde aprendí, entre muchísimas cosas, cómo ganar en las urnas y en las calles.
En el 2006, antes de ser reelegido como presidente de Venezuela, le escuché a Hugo Chávez una reflexión que movió el piso de todas mis creencias y experiencias: «No es lo mismo hablar de revolución democrática que de democracia revolucionaria. El primer concepto tiene un freno conservador; el segundo es liberador». Dicho esto por un militar que revivió a Bolívar y gobernó con y para el pueblo era suficiente motivo para seguirlo.
Hugo Chávez comandó y ganó 18 procesos electorales. Politólogos, profetas, detractores y vencidos jamás descifraron el código de comunicación que unió a Chávez con el pueblo de Venezuela. No podían entender la raíz de la empatía, del amor y la lealtad común. Mucho menos explicarse cómo hizo ese hombre para recuperar la confianza perdida de la gente, enaltecer el nombre de su país por el mundo y sacar a Bolívar de las catacumbas de la historia.
Para el pueblo bolivariano la explicación era tan sencilla como la relación misma con su Presidente: Chávez era tal vez el más auténtico de los venezolanos, con su mezcla de razas, su proverbial sentido del humor, su lealtad llanera, su vocación de maestro, su noción del tiempo y de la historia; pero por sobre todas esas cosas era un hombre auténtico, romántico, espiritual y guerrero, capaz de estrechar la mano de un enemigo o de mandar a lavarse el paltó a Bush y a Obama.
Con Chávez los venezolanos tuvieron al primer Presidente que de verdad se conocía palmo a palmo el país, pero no porque se lo habían contado, sino porque lo había caminado. Se sabía de memoria cada sabor, porque comió la comida de todas las regiones, preparada por las manos de sus mujeres. Sabía cómo olían los llanos, cómo olían la selva y la montaña… Cuando entonaba las canciones populares era porque se las sabía de niño, o de joven, no porque se las aprendía para un acto. Y hablaba con palabras que la gente comprendía, porque las había interiorizado en su andar por la vida.
Por todo esto y más la gente lo llamaba Chávez y no Presidente. El amigo que les enseñó cómo las cosas extraordinarias se convertían en cotidianas. El líder que fue guía y protector de los pobres. El Hombre de palabra que decía voy a hacerlo y lo hacía. Con él no había protocolos, manuales o reglas. Y todo porque estaba hecho del mismo barro de su gente, sabía lo que era ser pobre, pasar hambre, luchar y esforzarse para llegar a una meta.
Todos los que estuvimos a su sombra, sin excepción, tenemos un Chávez que contar y al que rendir un homenaje. El nuestro, con el que vamos a quedarnos para siempre en la memoria, es aquel que no perdía una elección frente a la oligarquía. El Comandante al que pedimos un día que nos hablara del Che Guevara, y vestido de verde olivo, en botas de campaña, nos llevó hasta la misma montaña donde se estrenó como soldado, para contarnos cómo el Che despertó su instinto guerrillero.
Aquella hermosa mañana de 2007, en la Marqueseña, muy cerca de su Sabaneta natal, habló por horas de sus amores con Cuba, del valor de los médicos cubanos y de Fidel. Ya casi en la despedida, con la cercanía y la confianza que se respiraba a su paso, le pregunté: “Usted se ha sentido un guerrillero de Fidel?”. Y sin pensarlo dos veces, con los ojos iluminados, respondió: “Sí, yo soy de la guerrilla de Fidel. Yo soy de la Sierra Maestra. Y yo soy de la Quebrada del Yuro”.
Lo he disfrutado hasta la saciedad.
Gracias…