Los haitianos parecerían destinados a vivir el infierno en la Tierra. No basta sobrevivir a desastres naturales, también han tenido que resistir el saqueo constante de sus riquezas, las ocupaciones militares y ahora la violencia de bandas paramilitares
“Nuestra independencia estará garantizada por la punta de nuestras bayonetas”. Escritor, educador y político haitiano Barón de Vastey (1781-1820)
El 7 de julio del 2021 el entonces presidente de Haití Jovenel Moïse despertó entre gritos. El comando no hablaba francés, inglés ni creole. La algarabía era en español (luego se confirmó que eran civiles colombianos con entrenamiento militar). Quizás por eso nunca supo que el plan inicial era secuestrarlo, lo de asesinarlo fue cosa de último momento.
Casi un centenar de personas resultaron implicadas en el magnicidio. Al menos tres fueron sentenciados a cadena perpetua por un tribunal estadounidense de Florida, que ha prometido rebajar la pena en gratitud a la “colaboración” prestada. No obstante, el caso permanece inconcluso, la investigación aún no explica, entre otras cuestiones, qué desactivó los dispositivos de seguridad que debían cuidar al presidente y su residencia.
¿Violencia endémica?
Al momento de su muerte la popularidad de Moïse iba en picada y el magnicidio revolvió el avispero. Desde entonces la violencia ha crecido exponencialmente en Haití hasta alcanzar niveles que dejan al país prácticamente inoperante.
Uno de los últimos decretos del presidente Moïse fue nombrar a Ariel Henry como primer ministro, ello hizo expedito su tránsito a la presidencia. Al asumir, prometió que daría respuesta al viejo reclamo de organizar elecciones. Cuando parecía que había un acuerdo y que los haitianos volverían a las urnas a finales del 2022, el proceso quedó suspendido y eso fue oxígeno para las llamas de una violencia que hoy parece descontrolada.
El titular haitiano optó por solicitar apoyo internacional. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas autorizó entonces el despliegue de una fuerza multinacional liderada por Kenia, cuya misión sería combatir las pandillas, plan que nunca llegó a ejecutarse.
Como si no bastara, el 14 de agosto del 2021 un terremoto de magnitud 7.2 dejó unos mil 500 muertos y casi 7 mil heridos. Mas de 1, 2 millones de personas resultaron afectadas, y se sumaron a los damnificados de ciclones y desastres naturales anteriores.
El territorio, bendecido con recursos naturales y la exuberante belleza de una isla tropical, tiene su asiento sobre una compleja red de placas tectónicas y fallas geológicas que explican la ocurrencia de ese devastador terremoto y el del 2010, cuyo impacto fue aún peor.
No obstante, la verdadera desgracia de esa tierra ha sido la esclavitud, el dolor y la violencia sufrida por seres humanos arrancados a África para enriquecer a otros. Ese signo ha marcado la historia pasada, presente y futura de Haití.
¿Quién manda aquí?
Jean-Bertrand Aristide, un antiguo sacerdote que, luego del fin de los Duvalier, llegó a presidente por el voto popular, disolvió el ejército haitiano en 1994. Su noble propósito de cortar por lo sano el pasado de dictaduras militares, mutiló al Estado de la estructura castrense con la que podía hacer frente a las bandas criminales.
El ejército fue reinstaurado en el 2017, pero en el 2021 apenas tenía 500 miembros. La Policía contaba, por su parte con 15 mil efectivos, 1,3 agentes policiales por cada mil habitantes, estadística inferior al 2,2 por cada mil que sirve de referente mundial. Un reciente informe de ONU refiere además que a las tropas les faltan recursos y que esa es la causa de las deserciones masivas. A ello se suma la corrupción de funcionarios, asociados a narcotraficantes y contrabandistas de armas.
Cerca de 200 pandillas controlan dos tercios del país, especialmente la capital, Puerto Príncipe. El sistema de generación eléctrica ha sido prácticamente destruido, así como los depósitos de combustible. Los criminales que estaban en prisión fueron liberados en un operativo destinado a multiplicar el caos. Las escuelas no funcionan, los comercios están cerrados y los hospitales apenas resisten.
“Con más de 270 mil armas de fuego ilícitas en posesión de civiles, agravadas por el tráfico transfronterizo ilícito, la delincuencia alcanza niveles inaceptables”, sentenció en septiembre del 2020 el secretario general de la ONU António Guterres.
Otras fuentes estiman en 500 mil las armas sin control en Haití, lo cual hace más difícil enfrentar disturbios, saqueos y crímenes. Informes de Naciones Unidas refieren además que la violencia ha desplazado internamente a casi 314 mil personas y ha costado la vida a más de 5 mil en los últimos meses.
La opción de abandonar el país es prácticamente nula. La vecina República Dominicana ha reforzado los controles en los 390 kilómetros de frontera que comparten y construye una “verja perimetral inteligente” en los tramos más concurridos. Quienes consiguen escapar a EE. UU. o a Europa deben enfrentar procesos migratorios complejos, sesgados por el racismo y el desprecio.
El gobernador estadounidense Ron DeSantis, por ejemplo, declaró que “dadas las circunstancias en Haití, he ordenado a la División de Manejo de Emergencias, a la Guardia Estatal de Florida y a las agencias policiales estatales que desplieguen más de 250 oficiales y soldados adicionales y más de una docena de embarcaciones aéreas y marítimas a la costa sur de Florida para proteger nuestro estado. No podemos permitir que extranjeros ilegales vengan a Florida”.
Deuda de la independencia
Cuando se habla de la revolución haitiana (1791-1804) muchos suelen calificarla como exitosa pues condujo a la independencia y a la abolición permanente de la esclavitud. Eso es cierto, pero no es toda la verdad.
Jean-Jacques Dessalines declaró la independencia el 1 de enero de 1804. Se nombró a sí mismo “primer gobernador general vitalicio” y, más tarde, “emperador Jacques I de Haití”. Sobrevino la venganza, muchos huyeron y cientos de colonos, con sus familias, conocieron de aquellos “machetes afilados con melaza” que describe Alejo Carpentier en El reino de este mundo.
La revuelta resultó inspiradora para los procesos anticolonialistas de América y del mundo. Quizás por eso ningún país reconoció la independencia haitiana hasta que el 17 de abril del 1825 el entonces presidente Jean-Pierre Boyer firmó la Real Ordenanza de Carlos X, que estableció la reducción del arancel a las importaciones francesas en un 50 %, además de una indemnización de 150 millones de francos (unos 21 mil millones de dólares de hoy), pagadera en cinco cuotas.
El pretexto fue desagraviar a los franceses que habían perdido tierras y esclavos. Como diría el ensayista español Pascual Serrano, “los esclavos que habían sobrevivido debían indemnizar a los esclavistas por los esclavos que habían perdido”.
El monto equivalía a los ingresos de diez años de la naciente república que, sin otra forma de pagar, solicitó un préstamo: “Y ahí llega Francia con un nuevo robo, explicó Serrano, aceptan un préstamo siempre que fuese a través de un banco francés”.
El pacto de 1825 legitimó a la república en la arena internacional, pero hipotecó al país. La deuda de la independencia, como se le conoce, terminó de saldarse en 1947. Tomó 122 años de esfuerzos y dejó una larga saga de miserias económicas y humanas.
Para comerte mejor
En los últimos años la deuda externa de Haití ha crecido sistemáticamente hasta alcanzar los 2 mil 318 millones de dólares estimados hoy. En algunos años, los préstamos han financiado el 20 % del presupuesto nacional, lo que ha concedido una influencia desmedida a instituciones crediticias como el Fondo Monetario Internacional. Vale recordar que la chispa de las protestas del 2018 fue el incremento de los precios del gas luego que acreedores recomendaran poner fin al subsidio del petróleo.
A esta realidad hay que sumar las ambiciones de otras potencias. Todas llegan con el afán de controlar a uno de los países más pobres de la región (hoy la pobreza alcanza al 87 % de la población, con una tasa de alfabetización que apenas supera el 60 %); y han menospreciado la profunda vocación independentista y rebelde del haitiano común.
Estados Unidos, por ejemplo, tardó 60 años en reconocer la república, pero la ocupó militarmente entre 1915 y 1934. En ese lapso consiguieron aprobar leyes para la compra de terrenos, algo prohibido a los extranjeros hasta entonces. Con ese método sellaron su permanencia, incluso después retirar las tropas.
El modelo económico implantado por EE. UU. en Haití, centrado en la inversión extranjera para generar exportaciones, no ha beneficiado a su pueblo: “Después de décadas de políticas extremadamente favorables a las empresas, tres cuartas partes de los haitianos todavía viven con menos de 2,40 dólares al día”, escribió en uno de sus artículos el estudioso de la economía haitiana Vincent Joos, profesor de la Universidad Estatal de Florida.
Para otros analistas el sangriento gobierno de los Duvalier (padre e hijo) es parte de la herencia yanqui. La familia administró el país con mano dura y corrupta entre 1954 y 1986. En esa etapa vaciaron las arcas, desaparecieron o asesinaron a cerca de 150 mil ciudadanos, y crearon una fuerza paramilitar, los tonton macoutes, que es el germen de las que hoy operan con total impunidad.
A los Duvalier sobrevinieron la profundización de la crisis económica y política, así como ocupaciones militares para imponer la paz a costa de una violencia brutal.
Entre el 2004 y el 2017 estuvo habitada por los cascos azules de la ONU. La supuesta Misión Estabilizadora de las Naciones Unidas para Haití (MINUSTAH) introdujo la peor epidemia de cólera que ha visto la región, y varios de sus activos fueron acusados, entre otros horrores, de abusar sexualmente de la población que debía proteger. Tales recuerdos explican el rechazo popular a la presencia de nuevos contingentes extranjeros.
El compromiso moral y económico del mundo, sobre todo de Francia, para con Haití es real e imprescindible para garantizar los derechos de su gente. Las ayudas y misiones anteriores fallaron porque quienes las diseñan, en el fondo, coinciden con la opinión de Joe Biden, que, en 1994, cuando era senador por el Estado de Delaware comentó: “Si Haití se hundiera silenciosamente en el Caribe, o se elevara 300 pies, no importaría mucho para nuestros intereses”.
Frente a esa mezquina realidad, vale regresar a Carpentier y a las razones que explican el permanente renacer de Ti Noel, que son también las de Haití: “agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida, en el Reino de este Mundo”.