Por: Felipa Suárez y María de las Nieves Galá
En la tarde del 24 de Julio, cada uno de los futuros asaltantes artemiseños salió por su cuenta para el lugar donde le indicaron en La Habana. “Yo lo hice solo en la ruta 35”, afirmó Ramón Pez Ferro, quien sería uno de los participantes del asalto al Cuartel Moncada el 26 de Julio de 1953.
“Salimos alrededor de las 12 de la noche y llegamos a Santiago de Cuba como a las cinco de la tarde del día 25. Nos hospedamos en una casa de huéspedes nombrada La Mejor, en un edificio que está al lado del actual Comité Provincial del Partido. Allí estuvimos hasta que nos llevaron para la Granjita Siboney.
“Tuve la suerte, el privilegio histórico, de ir en la primera máquina que salió de la granjita, conducida por Abel Santamaría, porque nos correspondía el mismo objetivo: el hospital. Con nosotros iba también Tomás Álvarez Breto, quien era de La Matilde. Yo era uno de los más jóvenes del contingente, tenía 19 años.
“Entramos, los custodios no ofrecieron resistencia y nos dirigimos a nuestras posiciones, en un piso que daba directamente al cuartel, del cual solamente nos separaba la calle.
“Desde los ventanales veíamos todo el movimiento de los soldados y comenzamos a disparar porque ya había fallado el factor sorpresa. Fidel dio la orden de retirada y encomendó a Fernando Chenard que avisara a los que estaban en la audiencia y a nosotros; pero el compañero fue detenido en el camino y la información no nos llegó. Los de la audiencia sí pudieron salir, nosotros no.
“Los militares habían rodeado el hospital, que estaba detrás del cuartel casi. Abel planteó que no teníamos municiones, no podíamos romper el cerco, y si salíamos nos iban a liquidar rápidamente. “Empezamos a dar ideas, pero ninguna solución factible. Ahí fue que apareció el viejito, un veterano de la Guerra de Independencia, a quien reconocimos porque todos llevaban una medalla.
“Se había operado de hernia y ya estaba bastante recuperado. Salió a ver lo que pasaba, y a ofrecer su ayuda. Decía: ´Cuenten conmigo. Yo soy veterano y todavía sé tirar´. Era increíble, y cuando hablo de esas cosas, lo que resalto es su espontaneidad, su disponibilidad, su patriotismo.
“Entonces Tomasito, Tomás Álvarez Breto, le dijo: ´Mire, aquí ya no se puede hacer nada, pero por qué usted no ayuda a este compañero nuestro, que quizás lo pueda hacer pasar por su nieto´. Y el preguntó: ´ ¿Y este muchachito también estuvo…? En ese momento yo estaba vestido de civil, pues me había dejado esa ropa debajo del uniforme. Parecía tener 15 años, sin barba, delgadito…
“Enseguida respondió: ´”!Sí, cómo no, que venga conmigo que lo voy a hacer pasar por mi nieto!´. Me llevó para su habitación; cuando llegaron los guardias, miraron por todas partes, buscaron, registraron, lo que hacían en todas las salas. En mí no se fijaron, ni me hicieron ninguna pregunta. Había otros familiares cuidando sus enfermos.
“El veterano llamó al jefe de la patrulla y le pidió que me sacara, pues había estado allí toda la noche y mi madre debía estar desesperada. El militar le dijo que los hijos de veteranos no tenían problema en este país, que me fuera con él. Nunca se lo pregunté ni me lo dijo, pero en las camas de los hospitales las historias clínicas se ponían en una tablilla en la cabecera, y cuando me senté al lado de él, leí su nombre. El mambí se nombraba Tomás Sánchez. Más nunca se me olvidó.”
Acerca del autor
Graduada de Licenciatura en Periodismo, en 1972.
Trabajó en el Centro de Estudios de Historia Militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR), en el desaparecido periódico Bastión, y como editora en la Casa Editorial Verde Olivo, ambos también de las FAR. Actualmente se desempeña como reportera en el periódico Trabajadores.
Ha publicado varios libros en calidad de autora y otros como coautora.
Especializada en temas de la historia de Cuba y del movimiento sindical cubano.