Por Antonio Ruiz Camacho
“¿Apellido?” preguntó la recepcionista, su rostro iluminado con el pálido reflejo azul de la pantalla de su computadora. Dejé que mi hijo mayor contestara la pregunta. Era su visita al dentista después de todo.
«R-u-i-z», dijo con esa voz desconcertante y de ultratumba que sólo los adolescentes y mafiosos en las películas tienen la capacidad de producir. Mientras ella revisaba en su expediente una fecha para agendar su próxima cita, yo lo miré fijamente.
«¿Puedes repetirlo, por favor?»
«Ruiz», yo salté. “R-u-i-z” Él me devolvió la mirada y miró hacia otro lado; en sus ojos había un luminoso cartel de carretera en el que se leía «PADRE EMBARAZOSO ADELANTE».
«¡Lo tengo! Pensé que habías dicho ‘L’ en lugar de ‘R’ «, dijo la recepcionista a modo de disculpa.
Ya estábamos en el ascensor cuando le pregunté por qué había deletreado nuestro apellido, en lugar de decirlo.
“Porque nadie lo entiende”, dijo gruñonamente. “Iba a tener que deletrearlo de cualquier manera”
Me parece bastante justo. Hace poco me ofrecí de voluntario para el club de fútbol de mi hijo más pequeño, inscribiendo a los jugadores durante las pruebas. Tenía que encontrar sus nombres en una larga lista y marcarlos con resaltador amarillo. Sólo unos pocos -Allen, Gonzalez, Smith- no tenían que deletrear el suyo. El resto supone que, en este país, decir su nombre es una danza de dos pasos tan ubicuo como los stickers contra el Obamacare en los parachoques de las calles de Texas. Y, sin embargo, lo que mi hijo acababa de hacer me hizo sentir muy incómodo.
“Sí, pero tu nombre no es ‘R-u-i-z’,” le dije. “Si tienes que deletrearlo después de todo, de acuerdo. Pero si te preguntan tu nombre, lo dices primero.”
Nos metimos en el carro. Él prendió la radio y empezó a buscar una de sus emisoras favoritas, como un acto reflejo. Una expresión de aburrimiento o disgusto, no podría decir, se expandía sobre su rostro cuando murmuró “Me gustaría tener un nombre diferente”.
Eran casi las 4 p.m., y se nos hacía tarde para recoger a su hermano menor en la escuela. No tenía ganas de hacer en mi propio auto una escena de la película original de Lifetime: “No me gusta mi nombre: Un cuento de un hijo de emigrante”, pero no podía encontrar una manera de salir de aquello (Entiendan, yo fui hecho en México. Tengo tendencia al melodrama).
«Tu nombre es hermoso. Deberías estar orgulloso de él», grité, tratando de mantener mis gestos de telenovela. Quería parar el coche y darle un abrazo, pero mi voz sonaba como si fuera a castigarlo. «¿Qué pasa con tu nombre?»
«No hay nada malo con mi apellido», dijo, como si la aclaración me hiciera sentir mejor. Me rompió el corazón pensar que él pensaba que yo estaba herido. «Es mi primer nombre el que no me gusta.»
“¿Qué nombre te gustaría tener entonces?” Me sentía tan cómodo y en control de la conversación como un creacionista visitando el museo de Historia Natural. “¿Bob? ¿John? ¿Kyler? ¿Skyler? ¿Carson?”
“Papá, para.”
“No, dime. Quiero saber,” dije desafiante, comportándome definitivamente de acuerdo a mi edad. Como todo un adulto.
«Uno que no tuviera que deletrear todo el tiempo,» dijo. Parecía exhausto. He vivido 13 años de mi vida adulta con este tipo. Podría ser tan alto como yo ahora, pero cambié su primer pañal, en el hospital, horas después de que nació en una lluviosa mañana de domingo en abril. Puedo decir cuándo está inventando cosas. No lo estaba haciendo. «Cada vez que me encuentro con alguien nuevo, pienso, ‘Por favor, no preguntes mi nombre.'»
De acuerdo con la Administración del Seguro Social (SSA por sus siglas en inglés), el nombre de mi hijo mayor, Emiliano, ocupó la posición 528 en la lista de los nombres masculinos más populares en los Estados Unidos en 2001, el año en que nació. Los diez primeros puestos de ese año fueron para Jacob, Michael, Matthew, Joshua, Christopher, Nicolás, Andrés, José, Daniel, y William, ninguno de los cuales estaba en la lista de las posibles opciones que su madre y yo hicimos tan pronto nos enteramos que esperábamos un bebé.
El otro nombre masculino que consideramos fue Clemente. De haber sido una niña, le hubiéramos puesto Federica.
Buena suerte encontrando cualquiera de esos en la lista de la SSA.
Quizás porque ese mismo año fue el 353 en la lista de nombres masculinos populares en Estados Unidos, la gente suele confundir Emiliano con Emilio –tampoco es locamente popular si se quiere, pero al menos está ubicado 175 posiciones por encima de Emiliano-. Y sí, podrían decir que también es un buen nombre. Realmente lo es. Solo que no es su nombre, de la misma manera que Anthony no es el mío, ni Valeria o Verónica o Victoria son el de mi esposa Valentina –no importa cuán parecidos puedan sonar.
Hace un par de años, nos enteramos de que uno de sus nuevos maestros de séptimo grado le había estado llamando Emilio por varias semanas sin que él protestara. Su madre y yo le preguntamos por qué había dejado que eso sucediera. Dijo que era demasiado trabajo corregirla cada vez, y que a él no le importaba. «Bueno, debería, porque ese no es tu nombre,» apuntamos. Le dijimos que hablara con su maestro a la mañana siguiente, o de lo contrario lo haríamos nosotros. Él dijo que lo hizo, pero nunca le dimos seguimiento con él, o con ella.
En cualquier caso, nunca lo hubiéramos llamado Emilio. Pero tampoco Jacob, ni Michael, ni Matthew, ni Joshua, ni Christopher, porque él no nació aquí en primer lugar.
Nuestros dos hijos nacieron en el extranjero: Emiliano en Ciudad México, su hermano menor, en Madrid. Cuando les pusimos sus nombres, no nos imaginábamos que nos mudaríamos a los EE.UU. y los criaríamos aquí. No nos preguntamos si la gente encontraría sus nombres difíciles de pronunciar, si tendrían que batallar para deletrearlos. Nos preguntamos si estos nombres transmitían adecuadamente sus personalidades, ya que sería un reflejo genuino de los hombres que llegarían a ser con el tiempo.
Ahora intenten este:
GUILLERMO
Díganlo en voz alta
Ok, traten de dividirlo en sílabas.
Sí, lo sé.
Ese es el nombre de mi hijo menor. Ocupó la posición 428 en la lista de nombres masculinos populares en los Estados Unidos en 2003, el año en que nació.
Antes que mi hijo mayor se lanzara a la adolescencia y nuestros problemas con su nombre fueron recogidos para una nueva serie original de Netflix –hasta la fecha todavía sin nombre-una de las conversaciones de sobremesa favoritas de la familia era volver a contar las muchas formas extravagantes en la que enfermeras, maestros y vendedores han pronunciado mal nuestros nombres por teléfono. Cada vez, las variaciones de Guillermo conseguían la mayor cantidad de risas, sin lugar a dudas.
WEELARMOH
GEARMOH
GEELARMO
GOOLERMOH
GERM-O
ELMO
Si no saben al menos un poco de español, lo admito, es difícil. Para pronunciarlo correctamente, no solo debes saber que la ‘U’ es muda cuando está entre una ‘G’ y una ‘I,’ si no también que las dos ‘L’ juntas se pronuncian como ‘Y.’
Entonces, a fin de que se entienda bien su nombre, él debe escribirlo así
GHEEYIRMO
Comparado, Emilio se ve y se siente más parecido al nombre original de mi hijo mayor.
Guillermo es portero. Su sueño es convertirse en un jugador de fútbol. Pero es difícil avizorar camisetas del Real Madrid con la leyenda GUILLERMO en la espalda. Demasiado largo, demasiado difícil de pronunciar en la mayoría de los idiomas –un desastre mundial de marketing a punto de ocurrir.
Cuando comenzó en el deporte un par de años atrás, los entrenadores y los padres de otros jugadores se unieron a los profesores y enfermeras en la pesadilla lingüística, tropezando con su nombre cada vez que intentaban decirlo. Pronto, a uno de ellos, que tendrá siempre nuestra gratitud, pero cuyo nombre nos hemos olvidado, se le ocurrió un apodo pegajoso, un acceso directo para todos los tiempos:
GUI
Como en:
GHEE
A él le encanta. A sus compañeros de equipo les encanta. A los entrenadores les encanta. A los padres de sus compañeros les encanta. Lo aceptamos. Es lindo, corto y diferente – y TODO EL MUNDO LO ENTIENDE.
Y hará camisetas de fútbol matadoras un día.
En un texto llamado “Regreso a Nigeria”, el cual escribió el pasado abril para el blog “Private Lives” en The New York Times, Enuma Okoro describe el viaje que la llevó a tomar la decisión de regresar al país de donde sus padres la llevaron, “una tierra y un pueblo que legítimamente [la] reclama”.
“Con el paso de los años en aulas extranjeras”, escribió Oroko acerca de su experiencia de crecer en New York, “mi hermana y yo lentamente nos despojamos de nuestras pieles nativas”. Dejamos que las profesoras mutilaran nuestros nombres, entonces adoptamos sus malas pronunciaciones –presentándonos nosotros mismas con sílabas con las que nuestros propios parientes tropezaban.”
Cuando leí el texto de Oroko, me di cuenta que han pasado 13 años desde la última vez que viví en un lugar donde no tuviera que dar explicaciones, o decir mi propia historia cuando alguien pregunta de dónde soy, o incluso deletrear mi nombre. No me había dado cuenta de lo agotador y alienante que puede ser, el esfuerzo diario que implica obligar a los músculos de tu boca – ¿o es en tu boca? [1] – a producir palabras extranjeras con un acento lo bastante aceptable como para que la gente te entienda, cuánto tiempo toma escribir el más sencillo de los emails porque tienes que releerlo varias veces para asegurarte que la gramática inglesa, de la que no provienes, está bien.
Yo dejé México, el país en que nací y crecí, a la edad de 28 años en el 2001. He regresado muchas veces, pero nunca por períodos mayores que un mes. No me veo mudándome de vuelta pronto. Pero como Oroko con Nigeria, sé que la única tierra que legítimamente me reclama es México. En cualquier otra parte, siempre seré un extraño, no importa cuán bien me haya aplatanado.
El texto de Oroko me hizo darme cuenta que lo que México ha sido para mí, es lo que ha sido Estados Unidos para mis chicos. Cuando llegamos uno tenía tres años, el otro seis meses. Entendí que este es el único lugar donde ellos no tendrían que dar explicaciones, o sentirse acomplejados por sus nombres. Me pregunté si ellos estarían de acuerdo, y qué dirían si les pidiera el nombre de la tierra y la gente que legítimamente los reclama.
Y como cada vez que tienen un problema en la escuela o su ánimo cambia porque algo no está bien, me empecé a preocupar, porque no estaba seguro de lo que podrían responder, y porque a veces no puedes ayudar a tus hijos allá afuera, no importa cuánto te esfuerces.
Mi hijo mayor y yo pasamos en silencio el resto del viaje desde la clínica del dentista. Recogimos a Guillermo en la escuela y nos dirigimos a casa. El portero saltó fuera del carro tan pronto llegamos, y salió corriendo hacia el patio, decidido a destruir lo que queda de nuestra valla con su pelota de fútbol.
“No me gusta mi nombre, pero me gusta la manera en que tú y mamá me llaman, sin embargo”, dijo Emiliano cuando volvimos a estar solos. Él nunca había hecho ningún comentario sobre su apodo antes, y cuando se apuntó a los repasos para las pruebas de aptitud del Cambio de Humor Adolescente[2] , me preocupó que un día considerara el término ridículo o embarazoso, y nos pidiera que lo retiráramos.
Solo mi esposa y yo lo llamamos por su apodo. Siempre he pensado que transmite perfectamente quién es y lo que él significa para nosotros. Pero no sabía que él pensaba lo mismo. El día que él nació empezamos a llamarlo:
CACHORRO
Significa perro pequeño, pero también se refiere a cualquier mamífero carnívoro joven.
CACHORRO
“Espero que me sigan llamando así cuando crezca”, dijo Emiliano, y se deslizó fuera del carro dando un portazo sin querer, aún incapaz de controlar todo el increíble poder de su fenomenal yo en crecimiento.
Antonio Ruiz-Camacho es el autor de la colección de cuentos, próxima a salir, «Barefoot Dogs.»
[1] Juego de palabras: “the muscles of your mouth—or is it on your mouth?” [2] “Teenage Mood Swings Pre-AP”, en el original
(Tomado de CultureStrike, traducción de Rafael Alejandro González Escalona)
..Muy interesante la historia que nos cuenta Ruiz Camacho. Eso de los nombres propios es un gran problema desde hace mucho, pero mucho tiempo. No siempre nuestros padres o quien le toque, aciertan escoger el nombre que quisiéramos tener. Somos muchos, no me cabe dudas, a los que no nos gusta nuestro nombre de pila, o nuestros apellidos. Y ese problema, en cuanto a nombres se refiere, se acrecentará, o ya está acrecentado, con todos esos nombres inventados que tenemos actualmente que ni son pronunciable, ni deletreables, ni recordables, ni tienen algún significado, frutos de la creatividad de los padres cubanos.
En Cuba no era un problema muy grave cambiarse el nombre, al menos que haya conocido. Tuve una compañera de trabajo, profesora ella en la misma escuela donde estuve enseñando por un tiempo, que pienso que la había “castigado” quien tuvo la responsabilidad de darle nombre, inscribiéndola como Dorotea. Tal vez el nombre de alguna pariente cercana, o de la madrina, Ochenta pesitos de los de entonces, y una tonga de gestiones le costó, hace más de treinta abriles, pero salió del problema con un nombre más corto, al fin el mismo con que todos la nombrábamos: Dora.
En “el Norte revuelto y brutal”, una amiga puertorriqueña se cambió su segundo nombre y uno de sus apellidos que eliminó del todo, tomando el de la madre como el paterno, y lo más sorprendente es que me dijo no le costó mucho. Se lo hicieron gratis por su nivel bajo de ingresos, y solo pagó unos dólares por el anuncio que obligatoriamente tenía que publicar en el periódico local con el anuncio de su cambio de nombre, por si las moscas. Claro que tuvo que obtener varios certificados y el expediente policial y presentarlo a la corte, pero no me dice que fuera engorroso.