“Esto no es un país, es una fosa común con Himno Nacional”. La frase, que parecería salida de una película de terror o ciencia ficción, exagerada y hasta espeluznante, refleja el sentir de quienes sufren a Colombia como uno de los países más violentos de América Latina y el Caribe.
Cada día, homicidios, desapariciones y masacres ocupan titulares en los principales medios de comunicación, sitios web y cuentas oficiales en redes sociales de organizaciones de derechos humanos, sindicales, sociales y defensorías, entre otras.
Algunos pensarán que no es nuevo, que es así desde hace demasiado tiempo, pero la realidad ha demostrado que tras los Acuerdos de Paz firmados en La Habana y, particularmente, durante el Gobierno de Iván Duque, los asesinatos han ampliado el clima de zozobra e incertidumbre en que viven quienes levantan su voz para defender ideas y causas justas.
Cuando reina la impunidad
El año 2021 dejó como saldo la triste cifra de 145 homicidios contra líderes sociales y personas defensoras de derechos humanos en Colombia, cifra menor a la del 2020, cuando murieron asesinados 182 dirigentes sociales, según datos ofrecidos por la Defensoría del Pueblo.
Desde la firma de la paz con la Farc-EP, en el 2016, los homicidios contra los líderes son recurrentes, en muchos de los cuales están implicados guerrilleros que siguen activos, miembros de grupos narcotraficantes y agentes policiales o estatales.
Siete son los departamentos más afectados por esta ola de crímenes: Antioquia, Cauca, Valle del Cauca, Chocó, Nariño, Norte de Santander y Putumayo. En ellos se registró el 70 % de los homicidios, de los cuales 120 fueron contra hombres y 25 contra mujeres.
En los tres primeros departamentos se trata de una región conocida como “corredores del narcotráfico”. Allí dejaron de operar las Farc-EP y la disputa por miles de hectáreas de narcocultivos, minas ilegales de oro y otros recursos muy codiciados se esgrimen como causa de muchos de los asesinatos.
La situación no parece tener mejoría en el 2022. Al cierre del primer mes del año se habían reportado 17 asesinatos y 13 masacres, siendo la región del Cauca una de las más violentas en esta primera etapa del año.
Para Camilo González Posso presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) —una de las organizaciones que reporta y denuncia de forma casi inmediata cada uno de los casos—, “el Gobierno no ve en los líderes sociales una fortaleza para la paz, sino que los estigmatiza y eso hace que el liderazgo social sea visto con reserva, calificado como posible cómplice”.
Tanto es así que reportes de los últimos cinco años permiten afirmar que la mayor parte de las víctimas están relacionadas con la defensa de la tierra, el territorio, el medio ambiente, el reclamo de otros derechos sociales y económicos. Los segmentos de población más vulnerables según esas estadísticas son los afrodescendientes, las mujeres y los indígenas.
Para González Posso la definición más exacta de la estrategia del Gobierno de Duque es la de “seguridad para la guerra”, pues la violencia se exacerba cada vez más y apela a varias dinámicas, por ejemplo las disputas entre disidencias y grupos residuales en zonas fronterizas como Arauca, donde una de las guerrillas en activo, Ejército de Liberación Nacional (ELN), ve amenazado un territorio que le resulta estratégico, por lo que reacciona con una campaña de atentados que conducen a un despliegue mayor de la fuerza pública militar.
“En el centro de la crisis humanitaria está el incumplimiento del Acuerdo de Paz por parte del Gobierno de Iván Duque”, denuncia el directivo de Indepaz.
La actuación de los agentes del Estado ha sido, en definitiva, uno de los elementos más criticados. Se les tilda de poco eficaces, inoportunos, indiferentes y hasta negligentes, no obstante la creación de una comisión gubernamental para el Plan de Acción para Defensores de Derechos Humanos, conocida como PAO, de la cual muy poco se sabe y menos parece haber hecho.
A estas alturas organizaciones de defensa de derechos humanos nacionales y organismos internacionales coinciden en que reina la impunidad, y se acumulan los casos presentados ante las autoridades judiciales que no son resueltos. En Colombia la justicia parece ausente y el reclamo es a dejar de dar discursos y empezar a actuar.
Violencia en tiempos de elecciones
Veinte años de gobiernos uribistas podrían concluir en apenas unas semanas cuando tengan lugar los comicios legislativos y presidenciales previstos para marzo y mayo, respectivamente. De resultar derrotados se iniciaría una nueva época en la historia colombiana, que tiene ante sí el desafío de lidiar con una nación en conflicto, de profundas desigualdades, con crisis de diversa índole y, sobre todo, con un proceso de paz inconcluso.
La agenda electoral anuncia comicios parlamentarios el próximo 13 de marzo, en los que deberán elegirse 108 senadores y 188 miembros de la Cámara de Representantes, así como a los y las candidatas presidenciales, quienes se verán las caras el 29 de mayo para escoger al presidente y vicepresidente que guiarán al país hasta el año 2026. El día 19 de junio tendría lugar una segunda vuelta entre las dos fórmulas presidenciables más votadas si ninguna alcanzara la mitad más uno de los votos previstos por la ley electoral.
Hasta el momento, el favoritismo de los votantes recae en Gustavo Petro Urrego, actual senador y líder fundador del movimiento político Colombia Humana, que se ha unido a otros dos partidos, Unión Patriótica y Partido Comunista Colombiano, para dar lugar a la coalición Pacto Histórico, con la que aspira a ganar la presidencia.
Contra Petro se han enfilado los cañones de medios de comunicación y figuras políticas de la derecha, empresarios, banqueros de dentro y fuera del país. Han desatado campañas mediáticas con fake news incluidas en las que le acusan de izquierdista radical y de cuánto pudiera imaginarse. No olvidan sus denuncias acerca de la llamada parapolítica o lo que es lo mismo, los vínculos de políticos y paramilitares durante el proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidad de Colombia, que tuvo lugar en el primer mandato de Uribe.
En tanto, manos estadounidenses cercanas al actual presidente Iván Duque parecen estar muy preocupadas por la celebración de elecciones en medio del escenario de violencia permanente que reina en el país y, con el pretexto de colaborar para evitar que “amenazas externas” influyan en el proceso, extienden sus garras de forma abierta.
El pasado 7 de febrero Duque sostuvo una reunión con la subsecretaria para Asuntos Políticos estadounidenses, Victoria Nuland; el subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian A. Nichols; y el encargado de Latinoamérica y el Caribe de la Casa Blanca, Juan S. González. Tras ese encuentro ratificaron a Colombia como “el principal aliado” de EE. UU. en la región y reconocieron que trabajan juntos para evitar que “actores externos” influyan en las legislativas y presidenciales del año 2022.
“Washington desea que Colombia tenga una elección libre y justa, por lo que debe salvaguardarse de actores externos que tratan de ponerla en peligro”, señaló Nuland en referencia a “regímenes autoritarios y aquellos que no les desean bien a nuestras democracias”, razón por la cual se han comprometido a fortalecer sus relaciones en torno a “ciberseguridad o en el mundo de la desinformación”, entre otros.
Sobre las intenciones reales de la Casa Blanca y sus “aliados” en la región ya conocemos, y no precisamente parece preocuparle la violencia. De quien resulte ganador en los comicios colombianos sí dependerá —en gran medida— que sea posible frenar la ola de crímenes contra líderes sociales que azota a Colombia hoy.