Cuando Ernesto Sierra me dijo que pasara por la UNEAC a recoger su libro Aprendiz de América (Editorial Arte y Literatura, 2012) me sentí halagado, extrañado, agradecido e intrigado, todo eso a la vez.
Al abrir el libro y ver que su prólogo era de uno de mis tocayos ilustres (Rafael Acosta de Arriba), pensé que bien poco podía aportar. Pero me arriesgué a escribir estas líneas, no por el mérito dudoso de arrojar alguna luz sobre la obra, sino por el gusto de reencontrarme con ese espíritu con el que compartí un breve pero fértil semestre.
Empecé a rememorar lo que fueron aquellos seis meses de Literatura Hispanoamericana, seis meses que siempre le parecieron pocos para un verdadero curso de Literatura, y que al final se nos quedó chico a los alumnos también. Recuerdo que no pocos compañeros de clases descubrieron el bosque de las letras del continente con los relatos de los nativos y la Araucana de Ercilla en las raíces, con la inapresable poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, con el preciosismo del indio Rubén Darío y las batallas estéticas de las vanguardias. El bosque de las letras que, vale aclararlo, nunca se desligó de ese reino que lo contiene y que es la realidad del continente mismo: la conquista, la masacre sistemática y sostenida de los pueblos originarios, la formación de identidades nacionales, las luchas de los siglos XIX y XX y el apetito voraz de Norteamerica. (A mí, en lo particular, me reconcilió con Quiroga y sus cuentos exactos, con esa escritura seca y negra como la sangre vieja).
De los códices a Roberto Bolaño, Ernesto Sierra nos paseó por una América fecunda y diversa que poblaba con sus anécdotas y lecturas. Leía como ya no acostumbran a leer los profesores universitarios, apoyado en una mesa, con un libro muy ajado entre las manos y la voz de los lectores vibrantes, una voz cuya particular cadencia y sonoridad revelan cuánto de placer halla en el acto de la lectura.
Aun sin la nota de presentación que introduce Ernesto Sierra, basta leer las primeras páginas para vislumbrar algunas de las constantes que marcan el conjunto de ensayos reunidos en el libro: la visión personal de su autor y una mezcla de pasión y estudio por y de los libros. El fenómeno del boom, los cronistas de Indias, las revistas de las vanguardias, entrar en Aprendiz de América fue volver a unas clases que para mí no lo fueron, fue retornar a esos diálogos que sosteníamos pasadas las dos horas reglamentadas por el horario docente, horas en las que opinábamos y discutíamos como dos iguales.
La lectura atenta nos revela una suma de textos caóticos y heterogéneos, como si esta fuera la única manera de apresar el espíritu de Latinoamérica. El libro dividido en cuatro partes (bocetos diversos sobre la obra/vida de escritores; ensayos más prolijos sobre obras o fenómenos específicos; una serie de trabajos que tienen por protagonista la revista Nuevo Mundo; y acercamientos a la realidad de los pueblos originarios y a los procesos de construcción de la historia de América Latina) se resiente un tanto con el acápite dedicado a la revista Nuevo Mundo. Resulta interesante como trae a colación un caso insuficientemente estudiado y poco resaltado por los estudios literarios en Cuba como es el papel jugado por esta revista como un elemento de reconfiguración del campo literario de los años 60, y los mecanismos –pudiéramos llamarlos- extraliterarios que utilizó Emir Rodríguez Monegal para imponer un escritor brillante y aparentemente desideologizado como canon del creador del boom de la novela latinoamericana. Sin embargo, la acumulación de textos sobre el tema atentan contra el caótico concierto que alienta todo el libro.
El título del libro le hace honor como pocos a su autor. Hay cierta liturgia, cierto halo místico y arcano en su vocación por el continente. El aprendiz es un ser en transición, un viajante curioso que tantea, indaga, husmea entre los saberes mayores, lanza opiniones que pueden o no gustar a su maestro, pero sobre todo, no se detiene en la búsqueda de un conocimiento que lo apasiona. Porque no es, como pudiera parecer de una mirada superficial, un interés circunscrito a la acumulación notable de textos literarios a lo largo de los siglos de la historia americana. Estaríamos más cerca de la verdad si decimos que la literatura fue la faceta que escogió este aprendiz de América para descubrir y homenajear su tierra, su tierra inabarcable e inconclusa a la que seguirá mirando con los ojos llenos de asombro.
(Por Rafael González)